Consideraciones heurísticas, metodológicas y dialectales
POR IGNACIO REYES GARCÍA Doctor en Filología igelliden@gmail.com
VI Congreso de Patrimonio Histórico. Lanzarote, 10-12 de
septiembre de 2008
Desde la segunda mitad del IV
milenio a.n.e., diferentes testimonios egipcios revelan la difícil convivencia
que mantenía el país del Nilo con las tribus libias desplegadas por su frontera
occidental. No obstante, sin necesidad de retroceder hasta un eventual
substrato mechtoide (10000 a.n.e.), que hoy se estima poco significativo en su
composición, excepto para Canarias (Camps 1998: 12-14), cabe admitir la
presencia en la zona de esas poblaciones líbicoamazighes desde el milenio
anterior, por cuanto sus antecedentes
directos o protoamazighes parecen remontarse
hasta algún momento, todavía impreciso, entre el VIII y
el VI milenios3, período en el que se consuma la colonización capsiense del
África septentrional. Y esto por no llevar esas raíces hasta su núcleo original
afrosiático, cuyo foco de expansión sitúan algunos autores, a partir del 11500
a.n.e., entre el sur de Etiopía y la costa occidental del Mar Rojo4.
A pesar de las innumerables y
poderosas influencias externas recibidas a lo largo de la historia, esta
milenaria comunidad étnica ha preservado una identidad lingüística distintiva,
donde el conservadurismo y los contrastes priman casi por igual. La amplitud y
diversidad del territorio que han ocupado y por el que se han desplazado desde
aquellos tiempos pretéritos, tanto como la ausencia de una organización sociopolítica
integrada y duradera o el desarrollo esencialmente oral de su cultura son quizá
los factores que más han favorecido una fragmentación característica. Sin
embargo, hasta qué punto la expresión actual de esa lengua, la tamazight,
refleja una estructura gramatical coherente con sus formulaciones precedentes
no constituye todavía un episodio cerrado para la ciencia.
Al margen de condicionantes
sociopolíticos más o menos tenaces, ni esa profundidad histórica de la lengua
ni su dispersión dialectal facilitan un escenario expedito para el avance de la
investigación filológica. Los estudios efectuados hasta ahora muestran un
idioma vertido en la práctica a través de miles de hablas, las cuales pueden
ser agrupadas en torno a una serie de dialectos regionales, cuya definición
certera depende tanto de variables lingüísticas como sociales (Ameur 1990:
23-26). Con todo, tampoco se trata de una atomización mutuamente impenetrable,
aunque a menudo también se otorga a los vectores unitarios un alcance real excesivo.
De la congruencia teórica,
manifiesta por ejemplo
en la arquitectura
fonológica básica, la
organización flexiva, la sintaxis predicativa o la factura del sistema
verbal, hasta la intercomprensión efectiva de los hablantes, restan algunas
distancias muy elocuentes. Tal vez éstas no hayan terminado de instruir
realizaciones divergentes por completo, pero ciertas discontinuidades, no sólo
ligadas a una diversidad léxica muy marcada, ostentan en algún caso una
magnitud y antigüedad insoslayables. En este sentido, diacríticos bastante
acusados separan el conjunto de modalidades noroccidentales del no menos amplio
dominio meridional o tuareg, tan afín en cambio a las variedades más orientales
(con las que parece compartir alguna ascendencia poblacional).
Por lo que respecta a Canarias,
ese heterogéneo panorama geolingüístico, entreverado de correlaciones y
discordancias, apenas presenta una reducción de su escala, porque algo de esa
unidad diversa también da el salto hasta el Archipiélago. A grandes rasgos, el
diseño vendría determinado por la convivencia insular de esos dos flujos
cardinales, aunque bajo un predominio claro y generalizado del estrato tuareg.
El problema estriba en que esta diferenciación importada debió de generar una
dialectización añadida, fruto de la coexistencia isleña de estas hablas durante
unos mil quinientos o dos mil años, depende del momento en el que se completara
este poblamiento amazighe de las Islas, abierto a mediados del primer milenio
a.n.e. y, con cierta probablidad, ultimado en sus ingredientes mayores
alrededor del tránsito a la
Era. Mas la introducción de esclavos moriscos (amazighes
arabizados) durante la colonización europea, que en su rama ibérica portaba a
su vez un bagaje cultural romanandalusí de fuerte impronta amazighe, obliga a
considerar acotaciones específicas para ese proceso.
Sin plantear una correspondencia
mecánica entre resultados lingüísticos y genéticos, pues la adquisición de un
idioma por el ser humano no forma parte de su herencia biológica, llama la
atención cierta coincidencia en algunos aspectos. Conforme a los análisis de
ADN mitocondrial practicados sobre restos de la antigua población isleña, el
subhaplogrupo amazighe (U6) figuraba representado en el Archipiélago a través
de tres sublinajes: por un lado, el antiguo y ubicuo U6a-U6a1, presente desde
Canarias hasta el Próximo Oriente, Etiopía o Kenia; de otra parte, dos
variedades aún vigentes en la población insular, U6b1 y U6c1, cuya estancia
continental se desconoce con exactitud, aunque se localizan antecedentes
filogenéticos inmediatos (U6b y U6c) tanto en Marruecos, norte de Argelia y
Túnez como, sobre todo para el U6b, en ámbitos más me ridionales e incluso
sahelianos5. Un acervo de registros que cada día ofrece concomitancias más
estrechas con la caracterización dialectal delineada aquí.
Salvo en el plano teórico, nada
en la información disponible eleva las segregaciones isleñas a la condición de
conjunto diatópico unificado e independiente, pero mucho menos a la categoría
de arcaico eslabón exento dentro del dilatado mundo afrosiático. Por lo demás,
en la elucidación de esos frescos insulares, no pueden pasar inadvertidos
algunos indicios etnolingüísticos particulares que, sin certificar conclusiones
categóricas, insisten en horizontes interpretativos bastante lógicos. Atributos
que, en unos casos, matizan la genérica filiación tuareg que atraviesa la
personalidad del Archipiélago y, en otros, traslucen contribuciones
diferenciales.
Acaso el rostro más concreto de
ese origen continental común se halla en la isla de La Palma. Ya su titulación
nativa, «Benahoare», anuncia el enlace tribal más verosímil. El sintagma wen-ahūwwār, cuya literalidad6 señala el
‘lugar donde (está) el ancestro’, parece remitir al etnónimo huwwâra,
confederación de pueblos amazighes residenciada en Tripolitania y el Fezzán con
anterioridad a la invasión islámica del siglo VII (Ibn Jaldún 1925, I:
275-276). A partir de esa fecha, migran hacia el poniente y se extienden por
toda el África septentrional y meridional, hasta instalarse en enclaves ahora
tan relacionados con el poblamiento lingüístico del Archipiélago como el Hoggar
argelino, que le debe su nombre, el macizo montañoso del Ayr, en el Níger
central, o el Sus marroquí7, entre otros. Una procedencia oriental compatible
con las dataciones y las circunstancias más probables que rodearon la
colonización amazighe de las Islas, además de congruente con buena parte de los
materiales lingüísticos más abundantes en el Archipiélago.
La conjunción con el área tuareg,
sobre todo el triángulo formado por las regiones del Ahaggar (Argelia), Meneka
(Malí) y Ayr (Níger), destaca también en Lanzarote y Fuerteventura. En concreto,
la entidad del habla tăhăggart en esas islas conquista un rango tangible, hasta
el punto de poder aducirse como amalgama de sus poblaciones y
territorios fronterizos.
Eso sugiere su
gentilicio común, «mahorero» o
«maxorata» (también consignado como topónimo de la comarca noroccidental
de Fuerteventura). Bien es verdad que el lexema [M·H·R] brinda en fenicio un
oportuno ‘occidente’, que la tradición fenopúnica pudo deslizar en la cultura
amazighe continental e insular. Pero la explicación más sencilla lleva a ver la
fórmula mahārt o *mazār-t, sin la típica alter- nancia laríngea de la alveolar
etimológica, cambio que prepondera en la tăhăggart, y con el antiguo sufijo
dental, -(a)t, como indicador habitual de patronímicos y etnónimos (Marcy 1929:
31). Así, estos ‘hijos de la comarca o país natal’, lectura que además con-
cuerda con el contexto dialectal, nos conducen otra vez hasta la cepa huwwâra.
El mismo adjetivo cromático,
«terog», que figura en el nesónimo nativo de Lanzarote, «Tyterogaka» o *Ti-tərūghăy-akk-(t),
‘toda amarilla o cobriza’, exhibe la inconfundible metátesis (W·R·Gh = R·W·Gh)
que aplican sólo algunas hablas de la familia tuareg. En cambio, pese a que se
ha generalizado el hábito de llamar «majos» a los antiguos habitantes de esa isla,
ni estamos ante un gentilicio ni los zapatos de cuero (maho), con clara dicción
tăhăggart, dieron algún contenido al concepto. Aparte de las proximi dades y
torsiones formales, el error debió de venir motivado también por el uso
cotidiano del término «maxio» o «mago» en el tratamiento de las personas, pues
esta noción del ‘alma’ alude por igual a las cualidades espiritual y corpórea
del ser humano (Reyes 2004: 106-107).
Desde el siglo IV, fuentes
latinas dan el nombre de «Caprarienses» a unos mon- tes y una tribu adyacente
que emplazan en Argelia, entre la provincia de Constantina y el Atlas sahariano
(Desanges 1962: 43, 49-50 y 1992: 1.756). Muy cerca se extiende la región del
Mzab o Aghlan, nominación amazighe que evoca de inmediato la designación herreña
de su comarca suroccidental, el Julan o Julán, cuyo valioso patrimonio
arqueológico atestigua la enjundia que ganó en el pasado. Ayuda a centrar esa
posible analogía que la descripción de Plinio el Viejo (VI, XXXII, 204)
contemple una isla «Capraria» repleta de lagartos de gran tamaño. Sin embargo,
también aquí el vínculo tuareg alcanza
una proyección capital, visible
incluso en su denominación insular:
«Esero», «Ezero», «Écerro»,
«Eccero» o, en notación etimológica, *Ēźărūh, depara en la tăhăggart esa
magnífica ‘muralla rocosa vertical’ que articula la efigie geomorfológica de El
Hierro.
Aunque una temprana y profunda
arabización vuelva casi impracticable la comparación lingüística, el arribo de
la tribu rifeña de los ghomâra a la isla de La Gomera se impone como una
hipótesis muy razonable. Más allá de la innegable equivalencia formal entre
ambas voces, el
etnónimo «Ghummart» (Ibn
Jaldún 1968, II:
680) o *Ghumārt, con metátesis de
los dos primeros radicales (Gh·M = M·Gh) como sucede todavía en el Níger
occidental y la comarca de Meneka (Malí), tolera en su traducción a los ‘hijos
de el Grande’. El impresionante Valle (del) Gran Rey, desplegado al suroeste de
la Isla , invita
a creer que este epónimo no fue nunca olvidado a pesar del éxodo atlántico.
Pero, según la tradición
continental, el pueblo ghomâra se considera descendiente de grupos amazighes
venidos del Sus, en el sur y sudeste de Marruecos, algo que las concordancias
dialectales no desmienten. Pero sea esto cierto o sólo represente un recuerdo
de la época en la que todo el país, hasta Tánger, recibía el nombre de «Sūs»
(Colin 1929: 46-50), la realidad es que esta referencia nos aloja de lleno en
el otro gran foco emisor de población hacia Canarias. Del Atlas Medio hasta el
Anti-Atlas, las hablas del Marruecos central y el dialecto susí fertilizan un
estimable surtido de afinida- des por todo el Archipiélago.
En Gran Canaria, por ejemplo, se
hace difícil ignorar una posible relación con la tribu de los canarios, que las
fuentes clásicas colocaron en la vertiente suroriental del Atlas Medio y
regiones algo más meridionales de Maruecos. Pero, además, el análisis de este
etnónimo a través de la filología amazighe permite vincular su base de
significación, [K/G·N·R], con la ‘frente (anatómica)’, que en las hablas
nigerianas y malíes acoge también la acepción ‘frente de combate’ o
‘vanguardia’. Justo la dirección en la que apunta un tardío y discutido informe
del naturalista Manuel de Ossuna (ca. 1848, I: 49), que señala el enunciado «país
de los valientes» como traducción del nombre insular «Tamerán». Y el caso es
que este nesónimo, huérfano de cualquier otra confirmación heurística, actúa
todavía como adjetivo en algunas hablas tuareg para designar a la ‘persona
notable o considerable por su poder, nobleza, influencia o riqueza’, así como
para denotar la ‘fuerza, potencia o capacidad de acción’, valores que no sólo
abundan en esa bravura tan apreciada en las sociedades ínsuloamazighes, sino
que hacen pensar inclusive en que sea el verdadero origen del apelativo «gran o
grande» que connota la denominación habitual de esta ínsula.
Por lo que afecta a la isla de
Tenerife, la caracterización etnolingüística no cuenta con pormenores tan
expresivos. Los intentos de relacionar el nesónimo «Achinech(e)» o el
gentilicio «guanche» con la tribu de los zanatas (Muñoz 1994: 239-240) o los
cinitios (Tejera 2004), casi siempre a partir de las tardías deformaciones
gráficas «Chinet» y «Guanchinet» (Núñez de la Peña 1676: 34), albergan demasiadas
incertidumbres filológicas (Reyes 2004: 69 y 101-103). El étimo más ajustado a
las voces nativas correspondientes remitiría a una figura determinante en la
vida insular: Ashenshen (o en su forma primaria *Azenzen) habla de un lugar que
‘zumba, retumba, resuena o vibra’, imagen acústica inspirada en la poco
tranquilizadora actividad de un volcán, el Teide (*Tĕydit, ‘la perra’), colmado
de connotaciones malignas. Pero, aun así, esa dicción postalveolar o incluso
palatalizada (z > š/č) del primer radical permite efectuar alguna conjetura
a propósito de la adscripción geolingüística del vocablo. Concepto presente en
dialectos marroquíes y argelinos, las variantes šenšen o čenčen se registran
tanto en susí como en el habla cabilia de los At Mangellat, ambas con patente
repercusión en la Isla.
(Archivo personal de Eduardo Pedro García Rodríguez)
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