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viernes, 22 de mayo de 2015

BALANCE DE LINGÜÍSTICA ÍNSULOAMAZIGHE-III


Consideraciones heurísticas, metodológicas y dialectales

POR IGNACIO REYES GARCÍA Doctor en Filología igelliden@gmail.com

VI Congreso de Patrimonio Histórico. Lanzarote, 10-12 de septiembre de 2008



 III. MÁRGENES ETNOLINGÜÍSTICOS

Desde la segunda mitad del IV milenio a.n.e., diferentes testimonios egipcios revelan la difícil convivencia que mantenía el país del Nilo con las tribus libias desplegadas por su frontera occidental. No obstante, sin necesidad de retroceder hasta un eventual substrato mechtoide (10000 a.n.e.), que hoy se estima poco significativo en su composición, excepto para Canarias (Camps 1998: 12-14), cabe admitir la presencia en la zona de esas poblaciones líbicoamazighes desde el milenio anterior, por cuanto sus antecedentes  directos  o  protoamazighes parecen  remontarse  hasta  algún  momento, todavía impreciso, entre el VIII y el VI milenios3, período en el que se consuma la colonización capsiense del África septentrional. Y esto por no llevar esas raíces hasta su núcleo original afrosiático, cuyo foco de expansión sitúan algunos autores, a partir del 11500 a.n.e., entre el sur de Etiopía y la costa occidental del Mar Rojo4.

A pesar de las innumerables y poderosas influencias externas recibidas a lo largo de la historia, esta milenaria comunidad étnica ha preservado una identidad lingüística distintiva, donde el conservadurismo y los contrastes priman casi por igual. La amplitud y diversidad del territorio que han ocupado y por el que se han desplazado desde aquellos tiempos pretéritos, tanto como la ausencia de una organización sociopolítica integrada y duradera o el desarrollo esencialmente oral de su cultura son quizá los factores que más han favorecido una fragmentación característica. Sin embargo, hasta qué punto la expresión actual de esa lengua, la tamazight, refleja una estructura gramatical coherente con sus formulaciones precedentes no constituye todavía un episodio cerrado para la ciencia.

Al margen de condicionantes sociopolíticos más o menos tenaces, ni esa profundidad histórica de la lengua ni su dispersión dialectal facilitan un escenario expedito para el avance de la investigación filológica. Los estudios efectuados hasta ahora muestran un idioma vertido en la práctica a través de miles de hablas, las cuales pueden ser agrupadas en torno a una serie de dialectos regionales, cuya definición certera depende tanto de variables lingüísticas como sociales (Ameur 1990: 23-26). Con todo, tampoco se trata de una atomización mutuamente impenetrable, aunque a menudo también se otorga a los vectores unitarios un alcance real excesivo. De la congruencia teórica,  manifiesta  por  ejemplo  en  la  arquitectura  fonológica  básica,  la  organización flexiva, la sintaxis predicativa o la factura del sistema verbal, hasta la intercomprensión efectiva de los hablantes, restan algunas distancias muy elocuentes. Tal vez éstas no hayan terminado de instruir realizaciones divergentes por completo, pero ciertas discontinuidades, no sólo ligadas a una diversidad léxica muy marcada, ostentan en algún caso una magnitud y antigüedad insoslayables. En este sentido, diacríticos bastante acusados separan el conjunto de modalidades noroccidentales del no menos amplio dominio meridional o tuareg, tan afín en cambio a las variedades más orientales (con las que parece compartir alguna ascendencia poblacional).

Por lo que respecta a Canarias, ese heterogéneo panorama geolingüístico, entreverado de correlaciones y discordancias, apenas presenta una reducción de su escala, porque algo de esa unidad diversa también da el salto hasta el Archipiélago. A grandes rasgos, el diseño vendría determinado por la convivencia insular de esos dos flujos cardinales, aunque bajo un predominio claro y generalizado del estrato tuareg. El problema estriba en que esta diferenciación importada debió de generar una dialectización añadida, fruto de la coexistencia isleña de estas hablas durante unos mil quinientos o dos mil años, depende del momento en el que se completara este poblamiento amazighe de las Islas, abierto a mediados del primer milenio a.n.e. y, con cierta probablidad, ultimado en sus ingredientes mayores alrededor del tránsito a la Era. Mas la introducción de esclavos moriscos (amazighes arabizados) durante la colonización europea, que en su rama ibérica portaba a su vez un bagaje cultural romanandalusí de fuerte impronta amazighe, obliga a considerar acotaciones específicas para ese proceso.

Sin plantear una correspondencia mecánica entre resultados lingüísticos y genéticos, pues la adquisición de un idioma por el ser humano no forma parte de su herencia biológica, llama la atención cierta coincidencia en algunos aspectos. Conforme a los análisis de ADN mitocondrial practicados sobre restos de la antigua población isleña, el subhaplogrupo amazighe (U6) figuraba representado en el Archipiélago a través de tres sublinajes: por un lado, el antiguo y ubicuo U6a-U6a1, presente desde Canarias hasta el Próximo Oriente, Etiopía o Kenia; de otra parte, dos variedades aún vigentes en la población insular, U6b1 y U6c1, cuya estancia continental se desconoce con exactitud, aunque se localizan antecedentes filogenéticos inmediatos (U6b y U6c) tanto en Marruecos, norte de Argelia y Túnez como, sobre todo para el U6b, en ámbitos más me ridionales e incluso sahelianos5. Un acervo de registros que cada día ofrece concomitancias más estrechas con la caracterización dialectal delineada aquí.

Salvo en el plano teórico, nada en la información disponible eleva las segregaciones isleñas a la condición de conjunto diatópico unificado e independiente, pero mucho menos a la categoría de arcaico eslabón exento dentro del dilatado mundo afrosiático. Por lo demás, en la elucidación de esos frescos insulares, no pueden pasar inadvertidos algunos indicios etnolingüísticos particulares que, sin certificar conclusiones categóricas, insisten en horizontes interpretativos bastante lógicos. Atributos que, en unos casos, matizan la genérica filiación tuareg que atraviesa la personalidad del Archipiélago y, en otros, traslucen contribuciones diferenciales.

Acaso el rostro más concreto de ese origen continental común se halla en la isla de La Palma. Ya su titulación nativa, «Benahoare», anuncia el enlace tribal más verosímil. El sintagma  wen-ahūwwār, cuya literalidad6 señala el ‘lugar donde (está) el ancestro’, parece remitir al etnónimo huwwâra, confederación de pueblos amazighes residenciada en Tripolitania y el Fezzán con anterioridad a la invasión islámica del siglo VII (Ibn Jaldún 1925, I: 275-276). A partir de esa fecha, migran hacia el poniente y se extienden por toda el África septentrional y meridional, hasta instalarse en enclaves ahora tan relacionados con el poblamiento lingüístico del Archipiélago como el Hoggar argelino, que le debe su nombre, el macizo montañoso del Ayr, en el Níger central, o el Sus marroquí7, entre otros. Una procedencia oriental compatible con las dataciones y las circunstancias más probables que rodearon la colonización amazighe de las Islas, además de congruente con buena parte de los materiales lingüísticos más abundantes en el Archipiélago.

La conjunción con el área tuareg, sobre todo el triángulo formado por las regiones del Ahaggar (Argelia), Meneka (Malí) y Ayr (Níger), destaca también en Lanzarote y Fuerteventura. En concreto, la entidad del habla tăhăggart en esas islas conquista un rango tangible, hasta el punto de poder aducirse como amalgama de sus poblaciones y
territorios  fronterizos.  Eso  sugiere  su  gentilicio  común,  «mahorero» o  «maxorata» (también consignado como topónimo de la comarca noroccidental de Fuerteventura). Bien es verdad que el lexema [M·H·R] brinda en fenicio un oportuno ‘occidente’, que la tradición fenopúnica pudo deslizar en la cultura amazighe continental e insular. Pero la explicación más sencilla lleva a ver la fórmula mahārt o *mazār-t, sin la típica alter- nancia laríngea de la alveolar etimológica, cambio que prepondera en la tăhăggart, y con el antiguo sufijo dental, -(a)t, como indicador habitual de patronímicos y etnónimos (Marcy 1929: 31). Así, estos ‘hijos de la comarca o país natal’, lectura que además con- cuerda con el contexto dialectal, nos conducen otra vez hasta la cepa huwwâra.

El mismo adjetivo cromático, «terog», que figura en el nesónimo nativo de Lanzarote, «Tyterogaka» o *Ti-tərūghăy-akk-(t), ‘toda amarilla o cobriza’, exhibe la inconfundible metátesis (W·R·Gh = R·W·Gh) que aplican sólo algunas hablas de la familia tuareg. En cambio, pese a que se ha generalizado el hábito de llamar «majos» a los antiguos habitantes de esa isla, ni estamos ante un gentilicio ni los zapatos de cuero (maho), con clara dicción tăhăggart, dieron algún contenido al concepto. Aparte de las proximi dades y torsiones formales, el error debió de venir motivado también por el uso cotidiano del término «maxio» o «mago» en el tratamiento de las personas, pues esta noción del ‘alma’ alude por igual a las cualidades espiritual y corpórea del ser humano (Reyes 2004: 106-107).

Desde el siglo IV, fuentes latinas dan el nombre de «Caprarienses» a unos mon- tes y una tribu adyacente que emplazan en Argelia, entre la provincia de Constantina y el Atlas sahariano (Desanges 1962: 43, 49-50 y 1992: 1.756). Muy cerca se extiende la región del Mzab o Aghlan, nominación amazighe que evoca de inmediato la designación herreña de su comarca suroccidental, el Julan o Julán, cuyo valioso patrimonio arqueológico atestigua la enjundia que ganó en el pasado. Ayuda a centrar esa posible analogía que la descripción de Plinio el Viejo (VI, XXXII, 204) contemple una isla «Capraria» repleta de lagartos de gran tamaño. Sin embargo, también aquí el vínculo tuareg alcanza  una proyección capital,  visible incluso en  su denominación insular:
«Esero», «Ezero», «Écerro», «Eccero» o, en notación etimológica, *Ēźărūh, depara en la tăhăggart esa magnífica ‘muralla rocosa vertical’ que articula la efigie geomorfológica de El Hierro.

Aunque una temprana y profunda arabización vuelva casi impracticable la comparación lingüística, el arribo de la tribu rifeña de los ghomâra a la isla de La Gomera se impone como una hipótesis muy razonable. Más allá de la innegable equivalencia formal  entre  ambas  voces,  el  etnónimo  «Ghummart»  (Ibn  Jaldún  1968,  II:  680)  o *Ghumārt, con metátesis de los dos primeros radicales (Gh·M = M·Gh) como sucede todavía en el Níger occidental y la comarca de Meneka (Malí), tolera en su traducción a los ‘hijos de el Grande’. El impresionante Valle (del) Gran Rey, desplegado al suroeste de la Isla, invita a creer que este epónimo no fue nunca olvidado a pesar del éxodo atlántico.

Pero, según la tradición continental, el pueblo ghomâra se considera descendiente de grupos amazighes venidos del Sus, en el sur y sudeste de Marruecos, algo que las concordancias dialectales no desmienten. Pero sea esto cierto o sólo represente un recuerdo de la época en la que todo el país, hasta Tánger, recibía el nombre de «Sūs» (Colin 1929: 46-50), la realidad es que esta referencia nos aloja de lleno en el otro gran foco emisor de población hacia Canarias. Del Atlas Medio hasta el Anti-Atlas, las hablas del Marruecos central y el dialecto susí fertilizan un estimable surtido de afinida- des por todo el Archipiélago.

En Gran Canaria, por ejemplo, se hace difícil ignorar una posible relación con la tribu de los canarios, que las fuentes clásicas colocaron en la vertiente suroriental del Atlas Medio y regiones algo más meridionales de Maruecos. Pero, además, el análisis de este etnónimo a través de la filología amazighe permite vincular su base de significación, [K/G·N·R], con la ‘frente (anatómica)’, que en las hablas nigerianas y malíes acoge también la acepción ‘frente de combate’ o ‘vanguardia’. Justo la dirección en la que apunta un tardío y discutido informe del naturalista Manuel de Ossuna (ca. 1848, I: 49), que señala el enunciado «país de los valientes» como traducción del nombre insular «Tamerán». Y el caso es que este nesónimo, huérfano de cualquier otra confirmación heurística, actúa todavía como adjetivo en algunas hablas tuareg para designar a la ‘persona notable o considerable por su poder, nobleza, influencia o riqueza’, así como para denotar la ‘fuerza, potencia o capacidad de acción’, valores que no sólo abundan en esa bravura tan apreciada en las sociedades ínsuloamazighes, sino que hacen pensar inclusive en que sea el verdadero origen del apelativo «gran o grande» que connota la denominación habitual de esta ínsula.

Por lo que afecta a la isla de Tenerife, la caracterización etnolingüística no cuenta con pormenores tan expresivos. Los intentos de relacionar el nesónimo «Achinech(e)» o el gentilicio «guanche» con la tribu de los zanatas (Muñoz 1994: 239-240) o los cinitios (Tejera 2004), casi siempre a partir de las tardías deformaciones gráficas «Chinet» y «Guanchinet» (Núñez de la Peña 1676: 34), albergan demasiadas incertidumbres filológicas (Reyes 2004: 69 y 101-103). El étimo más ajustado a las voces nativas correspondientes remitiría a una figura determinante en la vida insular: Ashenshen (o en su forma primaria *Azenzen) habla de un lugar que ‘zumba, retumba, resuena o vibra’, imagen acústica inspirada en la poco tranquilizadora actividad de un volcán, el Teide (*Tĕydit, ‘la perra’), colmado de connotaciones malignas. Pero, aun así, esa dicción postalveolar o incluso palatalizada (z > š/č) del primer radical permite efectuar alguna conjetura a propósito de la adscripción geolingüística del vocablo. Concepto presente en dialectos marroquíes y argelinos, las variantes šenšen o čenčen se registran tanto en susí como en el habla cabilia de los At Mangellat, ambas con patente repercusión en la Isla.


(Archivo personal de Eduardo Pedro García Rodríguez)

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