:::Attidamana:::
Suele suceder en las comunidades antiguas que la
historia, la leyenda y el mito a menudo entrecruzan sus fronteras. Sus
ingredientes se mezclan y conforman una realidad tal vez un tanto confusa para
nuestra mentalidad analítica, pero muy vívida y tangible para aquellas gentes y
su devenir cotidiano. Más que en otro momento de la evolución humana, la
memoria alienta entonces como un conjunto de conocimientos y creencias en torno
al mundo, la naturaleza social de la persona y el sentido de la existencia.
Pero, con alguna frecuencia, ocurre que buena parte de la información
disponible en la actualidad acerca de ese pasado proviene de fuentes
extranjeras. Datos geoestratégicos y noticias socioculturales constituyen sus
principales objetos de interés, más orientados –qué duda cabe– a preparar
expediciones de conquista y colonización que a extender los confines del
entendimiento y la convivencia. Por todo esto, es preciso proceder siempre con
mucha cautela a la hora de examinar el contenido y el alcance social de esas
narraciones, que desempeñaban un papel muy destacado en la definición de las
identidades colectivas.
Y la fijación de un antepasado común (real o
mítico) ocupó quizá la posición más importante entre esos mecanismos de
integración, pues a partir de este antecesor se establecían los lazos
genealógicos que configuraban los linajes, clanes y tribus donde el sujeto
adquiría su condición de ser humano. Porque la personalidad individual se
forjaba como una simple expresión de la consciencia colectiva. El linaje, por
ejemplo, un grupo de parientes que remontan su filiación a un ascendiente
concreto y compartido, no aportaba tan sólo un eslabón en una cadena más amplia
de allegados. En realidad, era el verdadero depositario de ciertos bienes, derechos
y obligaciones.
La historia de Attidamana nos ilustra precisamente acerca de esta constitución segmentaria de las antiguas sociedades isleñas, como ya nos anuncia el sentido de su nombre, ‘(la que) transmite la herencia’. Las crónicas coloniales cuentan
que se trató de una doncella galdense muy
persuasiva, inclinada a mediar en las frecuentes disputas socioeconómicas que
solían agitar a los jefes (varones) de las diversas fracciones tribales de la
Isla. Pero éstos, conforme pasaron los años, prestaron menos atención a su
arbitraje y persistieron en las querellas intestinas. «Afrentada de haber
sin ocasión perdido el crédito», según nos explica Juan de Abreu Galindo
(ca. 1590, II, 7, fol. 46v), decidió casarse con Gumidafe (‘Jorobado’),
uno de estos jefes, residenciado también en la próspera comarca de Gáldar,
justo en unas cuevas que poseían la nada casual denominación de Facaracas (o
‘Gran Can’, la constelación de la estrella Sirio que regía la organización
calendárica insular). Ambos «hicieron guerra a todos los demás capitanes»
y colocaron la Isla bajo su dominio.
Parece haber heredado dicha autoridad
centralizada un hijo del matrimonio, Artemi (‘Hunde’), que desempeñaría
esta responsabilidad cuando, a comienzos del siglo XV, Jean de Béthencourt comenzó
la ocupación europea de las Islas. Otras fuentes, en cambio, apuntan que el
poder recayó en dos hijos del matrimonio (o bien de Artemi, esto no queda
claro), que gobernaron sendas parcialidades desde Gáldar y Telde,
respectivamente. Y así sería hasta la finalización oficial de la conquista de
Canaria en 1483.
Para designar esa alta dignidad institucional se
acuñó la expresión gua(d)narteme (‘éste (de aquí es) de Artem’), de
manera que el ejercicio de la jefatura quedara expresamente vinculado al primer
mandatario único, descendiente directo de los unificadores o, tal vez, otro
nombre por el que fue conocido Gumidafe. Se consumaba así la apropiación de
funciones políticas por el linaje que desde entonces se apellidó Mídeno (‘los
humanos legítimos’) y reservó a sus miembros el título de Semidán (‘honorable’),
aunque sólo a las mujeres correspondía la transmisión de esa herencia.
Autor:
Ignacio Reyes Mundo Guanche
Fuentes
ABREU GALINDO, Juan de. d. 1676
(ca. 1590). Historia de la Conquista de las Siete Yslas de Gran Canaria.
Escrita Por el R. Pe. Fray Juan de Abreu Galíndo, del Orden de el Patríarca San
Francísco, hijo de la Provínçía del Andaluçía Año de 1632. [Existe edición
moderna realizada por el Dr. A. Cioranescu, publicada en S/C de Tenerife por
Goya en 1977].
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