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lunes, 28 de octubre de 2013

LA DIOSA MADRE EN LAS ISLAS CANARIAS-XXXVIII-IV







Volumen IV

CAPITULO XXVIII-IV

MOMIFICACIÓN Y CULTO A LOS MUERTOS

EMBALSAMADORES


Plegaria guanche

No te acerques a mi tumba sollozando.
No estoy allí. No duermo ahí.
Soy como mil vientos soplando.
Soy como un diamante en la nieve brillando.
Soy la luz de la Sol sobre el grano dorado.
Soy la lluvia gentil del otoño esperado
Cuando despierta en la tranquila mañana,
Soy la banda de pájaros que trina
Soy también las estrellas que titilan, mientras cae la noche en tu ventana
Por eso, no te acerques a mi tumba sollozando
No estoy allí. Yo no morí.


Eduardo Pedro García Rodríguez

El Doctor en filología e historiador D. Ignacio Reyes García nos ofrece una extraordinaria serie de trabajos de investigación en torno a las técnicas de mirlado o momificación de cadáveres empleadas por nuestros ancestros, de ellos, nos permitimos reproducir en su totalidad el articulo dedicado a los mirladores, los sacerdotes Iboibos, casta sacerdotal encargada del mundo funerario en la sociedad guanche.



“En alguna otra ocasión hemos afirmado que las fuentes documentales de nuestro pasado prehispánico presentan ciertas limitaciones. Al condicionamiento cultural de los cronistas e historiadores debemos añadirle no pocas extrapolaciones injustificadas, sin olvidarnos de todo tipo de erratas, mistificaciones y errores, presentes en este ámbito como en cualquier actividad llevada a cabo por el ser humano.

Muchas de estas trabas saldrán a nuestro encuentro cuando empecemos a indagar cómo eran los encargados de mirlar los cuerpos de los difuntos en las antiguas sociedades amazighes de Tenerife y Gran Canaria.

A pesar de todo, iniciamos hoy una pequeña serie de artículos dedicada a la figura de los embalsamadores. En el presente texto, analizaremos los testimonios recogidos por los primeros cronistas de Canarias, es decir, aquellos que vivieron hasta los años in-mediatamente posteriores al final de la Conquista (ss. XV-XVI), dejando las fuentes documentales de los siglos XVII-XIX para un segundo y último capítulo.

Vnum hominem probum
Diogo Gomes de Sintra visitó el archipiélago canario entre 1460 y 1463, pero la relación de su viaje, redactada en latín por Martín Benhain, de Nuremberg, se realizaría años más tarde, sobre 1485. De todos modos, el navegante portugués nos proporciona una de las primeras noticias sobre los xaxos, cuando anota que, tras preparar con manteca el cadáver de su rey, los guanches:
[...] lo ponen o envían a una cueva, y delante de ella colocan para custodiarlo a un hombre de bien que por su honradez testimonie si se le caen sus cabellos o piel durante un año. Y si se le caen los cabellos, lo tienen por un gran pecador; y si no, lo tienen por un buen varón. Y se reúnen todos y celebran un gran convite, y le tributan los mayores honores [Gomes de Sintra (ca. 1485) 1940: 99].
Según el cronista, una vez finalizado el convite, el custodio era acompañado a un “lugar peligroso”, desde donde se arrojaba al mar para acompañar a su rey en el otro mundo.
Gomes de Sintra no se refiere de manera explícita a los embalsamadores, aunque el papel desempeñado por el mencionado “hombre de bien”, último responsable de la conservación del cadáver, puede prestarse a múltiples interpretaciones. En general, la tradición resulta extraña para nosotros, del mismo modo que debió de sorprender a nuestro navegante. Sin embargo, el ritual descrito debe de tener su lógica histórica en el contexto de un pueblo que concebía su existencia y su cultura a través de tres instancias de una misma realidad: subterránea (de los muertos), superficial (material) y espiritual. La muerte sólo constituía un mero tránsito (Reyes 2006: passim).

Respectados provilísimos
Tras descartar una posible alteración del texto por parte de Marín de Cubas –copista del manuscrito original entre 1682 y 1687–, la crónica de Antonio Cedeño (ca. 1490) parece ser la primera que repara en algunas de las características de los embalsamadores. De forma escueta, y tras hablarnos del proceso de conservación de los cadáveres, el conquistador afirma que: Hauía hombres y mujeres diputados para ser amortajadores y enterradores que eran respectados provilísimos en la república a los quales las demás jente negaba el comerçio i trato” [Cedeño (ca. 1490) 1993: 380].
No deja de sorprender que Cedeño mencione, exclusivamente, a”enterradores” y “amortajadores”. Sin embargo, tanto el contexto de la cita como el trato social que ésta recoge, invitan a pensar que el conquistador toledano está haciendo referencia a los mirladores. Este extremo se confirma si comparamos su testimonio con los que, posteriormente, y de forma algo más extensa, elaborarán otros cronistas.

Abreu Galindo, o quien quiera que fuese el autor de la Historia que se le atribuye, es uno de ellos. El franciscano no define el grado de exclusión social padecido por los embalsamadores, pero su testimonio nos sirve para confirmar que el proceso de conservación de los cadáveres era ejecutado por gente muy concreta. Para Gran Canaria, señala que, «para preparar y conservar lo[s] cuerpos difuntos, había hombres diputados y señalados para los varones, y mujeres para las hembras» [Abreu Galindo (ca. 1590) 1977: 162-163], siendo ésta una de las pocas referencias documentales sobre los mirla-dos canarios. Por otro lado, para la isla de Tenerife, el supuesto franciscano indica que:
[...] había hombres y mujeres que tenían oficio de mirlar los cuerpos, y a esto ganaban su vida, desta manera que, si moría hombre, lo mirlaba hombre, y la mujer del muerto le traía la comida; y si moría mujer, la mirlaba mujer, y el marido de la difunta le traía la comida; y servían éstos de guardar el cuerpo difunto, no lo comieran los cuervos y guirres y perros [Abreu Galindo (ca. 1590) 1977: 299-300].

Por su parte, fray Alonso de Espinosa [(1594) 1980: 45] coincide con Cedeño al indicar que aquellos hombres y mujeres “eran conocidos, no tenían trato ni conversación con persona alguna ni nadie osaba llegarse a ellos, porque los tenían por contaminados e inmundos; mas ellos y ellas tenían su trato y conversación”, a la vez que contradice a Abreu Galindo al matizar que “cuando ellas mirlaban alguna difunta, los maridos les traían la comida, y por el contrario”.
.
También las Antigüedades del médico y poeta Antonio de Viana [(1604) 1991: canto I, 100] se hacen eco de las técnicas de conservación de los cadáveres practicadas en la isla de Tenerife. En su Poema, y seguramente inspirado por la obra de Espinosa, Viana dedica los siguientes versos a los embalsamadores:

y para aqueste efecto de mirlarlos
había ciertos hombres y mujeres,
que esto tenían por común oficio,
haciendo habitación a solas juntos
sin que con ellos conversase alguno,
que dellos presumían menos precio,
y a todos los tenían por inmundos,
y así se conocía su linaje.

Como hemos podido comprobar, los primeros cronistas de Canarias, aquellos que vivieron en las Islas o visitaron el Archipiélago durante los años inmediatamente posteriores al final de su Conquista (ss. XV-XVI), representaban a los embalsamadores como una casta específica que llevaba a cabo una función muy concreta, por la que, además, era marginada y excluida del resto de actividades sociales.

Sin lugar a dudas, la proximidad temporal entre las fuentes etnohistóricas de los siglos XV y XVI y la realidad social que éstas describen es un elemento que juega en favor de aquellos primeros cronistas. Aunque, como veremos en el próximo capítulo, el cambio de siglo traería consigo nuevas fuentes... y nuevas teorías.

En este segundo y último capítulo de la serie dedicada a los antiguos embalsamadores de Canarias, seguiremos nuestro particular rastreo de las fuentes documentales, prestando atención a las que vieron la luz entre los siglos XVII y XIX.
En el capítulo anterior, vimos que los primeros cronistas de Canarias (ss. XV-XVI) definían a los encargados de mirlar los cuerpos de los difuntos como una casta específica, que llevaba a cabo una función social muy determinada, por la que, además, se veía marginada.
Como observaremos a continuación, el paso de los años traería consigo nuevas teorías, que poco o nada tienen que ver con lo dicho hasta el momento.

Casi un misterio sagrado
En la Historia de la Real Sociedad de Londres (1667) encontramos uno de los primeros relatos desacordes a las crónicas inmediatamente posteriores a la Conquista. El texto, redactado por Thomas Sprats, miembro y primer historiador del citado cuerpo, recoge el testimonio del médico y mercader británico Evan Pieugh, quien residió durante veinte años en la isla de Tenerife. Durante su estancia, tuvo la ocasión de visitar Güímar, “una ciudad habitada en su mayor parte por descendientes de los guanches” [Sprats (1667) 1998: 108], quienes agradecieron los servicios prestados por el doctor “obsequiándole” de una forma muy especial: le permitieron visitar una cueva de enterramiento. Apunta Sprats que el médico galés aprovechó la ocasión para cuestionar a aquellos descendientes de los guanches sobre las técnicas de conservación de los muertos conocidas por sus antepasados, obteniendo de ellos la siguiente información:
[...] que antiguamente existía una casta especial que tenía este oficio, que sólo ellos ejercían y que conservaban como algo sagrado que no debía ser comunicado al vulgo.

No se mezclaban con el resto de los habitantes, ni se casaban con nadie que no fuera de su propio grupo; también eran sus sacerdotes y ministros religiosos [Sprats (1667) 1998: 109].

El testimonio, que resulta de vital importancia al haber sido obtenido de boca de los más ancianos del lugar, gentes de incluso “más de ciento diez años de edad”, confirma el aislamiento de la casta dedicada al embalsamamiento de los cadáveres. Sin embargo, a diferencia de los primeros cronistas de Canarias, los ancianos guanches de Güímar, lejos de dejar la responsabilidad del mirlado de sus difuntos en manos de un grupo de marginados, la entregan a “sus sacerdotes y ministros religiosos”, teoría que, con el tiempo, irá adquiriendo mayor popularidad.

Núñez de la Peña [(1676) 1994: 34] vuelve a reproducir el testimonio de los primeros cronistas, pero la semilla plantada por Sprats estaba destinada a germinar tarde o temprano. Una muestra de ello la encontramos en la Histoire naturelle, générale et particuliére: avec la description du Cabinet du roy (1749-1804), redactada por el conde de Buffon, Georges Louis Leclerc, ayudado, entre otros, por Louis Jean-Marie Daubenton, primer director del Muséum national d'histoire naturelle. Nuestro ilustrado José de Viera y Clavijo cita en sus Noticias esta “Descripción del Gabinete del Rey de Francia”, extractando el fragmento del capítulo que Daubenton dedica a las momias egipcias referido a los xaxos guanches:

Aquellos que quedaron quando los Españoles hicieron la conquista de esta Isla, refirieron, que el Arte de embalsamar los cuerpos era conocido de sus mayores, y que había en su Nación cierta Tribu de Sacerdotes, que hacían de él un secreto, y casi un mysterio sagrado [Buffon y Daubenton (1749-1804), en Viera y Clavijo (2004: 175)].

Las apreciaciones de Daubenton, sumadas a las demás fuentes consultadas por Viera y Clavijo –es decir, los textos escritos por los primeros cronistas–, inducen a nuestro ilustrado a elaborar una tercera teoría: el proceso de mirlado debió de ser llevado a cabo por dos clases distintas de personas, tal “como se practicaba en Egipto”: «Unas disecarian con sus Tabonas, ò cuchillos de pedernal los cuerpos, y los despojarian de los sesos, intestinos, y demás entrañas: Empleo necesario en el mismo Egypto, pero reputado por [...] infame, [...]» [Viera y Clavijo (1772) 2004: 176].

Y una vez vaciado el cuerpo del difunto «Otras [personas] cuidarian del embalsamamiento (tarea de suyo mas piadosa, y mas susceptible de honor)» [Viera y Clavijo (1772) 2004: 176-177].

Pero no será Viera y Clavijo el único en establecer ciertos paralelismos entre el caso egipcio y el canario, aunque, según los expertos en la materia, tal extrapolación siente sus bases sobre argumentos poco razonables. Y es que no debemos olvidar que «la conservación artificial de los cadáveres tuvo en África una difusión mucho mayor» [Arco Aguilar (1987) 1996: 93].

Años más tarde, será Francisco Javier Golbery, oficial del ejército colonial francés en Senegal y Gambia, quien nos hable nuevamente de sacerdotes y egipcios para referirse a los xaxos canarios. En el segundo capítulo de sus Fragmentos de un viaje a África (1802), Golbery afirma que: «Los sacerdotes guanches, como los sacerdotes egipcios, embalsamaban también a sus muertos y hacían de este oficio un secreto y un misterio religioso» [Golbery (1802) 1998: 140].

Un enigma por resolver
Sin lugar a dudas, el testimonio más desconcertante sobre los embalsamadores guanches lo encontramos en la obra de Sabine Berthelot, Etnografía y Anales de la Conquista de las Islas Canarias (1842). Reproduzcamos el fragmento que nos interesa de forma íntegra, tal como lo tradujo Juan Arturo Malibran para la primera edición en castellano de la obra, publicada en 1849:

Los guanches poseían el secreto de embalsamar y sus momias, que llamaban Xaxos, eran preparadas por un método análogo al de los antiguos egipcios. Según la tradición existía en Tenerife una clase de hombres y de mujeres que ejercían el oficio de embalsamadores. “Estas gentes, dice el padre Espinosa, no gozaban de consideración alguna, vivían aislados, se evitaba su contacto, pues se les miraba como inmundos, no empleándolos sino en vaciar los cadáveres (183). Por el contrario aquellos que se encargaban especialmente de embalsamar el cuerpo tenían derecho al respeto de sus conciudadanos” [Berthelot (1849 - 1842) 1978: 94].

Para mayor detalle, copiamos también la nota que aclara la fuente utilizada en este caso por el naturalista francés, y que reza así: “(183) P. Espinosa, lib. 1, cap. 9, p. 27. (Viana ha citado esta misma tradición en el primer canto de su poema)» [Berthelot (1849 - 1842) 1978: 245].

El texto de Berthelot, en apariencia inofensivo, ejemplifica a la perfección varias de las trabas documentales a las que nos referíamos en la introducción a esta serie de artículos. Dejando a un lado la extrapolación del caso egipcio para la isla de Tenerife, nos llama poderosamente la atención la misteriosa cita de la obra de Espinosa, que poco tiene que ver con el texto original del dominico [Espinosa (1594) 1980: 44-45].

Nos ha sido posible consultar la edición original del texto de Berthelot y Barker-Webb [1842: 140], Histoire Naturelle des Îles Canaries, y hemos podido constatar que el error no se debe a una mala traducción de Malibran.

Con todo, lo más probable es que la cita, pretendidamente textual, no sea más que una apropiación de la relación del dominico machimbrada con las teorías de Viera y Clavijo, que habría sido entrecomillada por error o de forma defectuosa. De todos modos, lo más prudente será dejar el misterio en manos de los expertos.

Por su parte, el enigma de los embalsamadores también quedará –por el momento– huérfano de punto final. Como hemos visto, las fuentes no han sido muy pródigas a la hora de facilitar los detalles que ayudasen a su comprensión, lo que, suma-do a la disparidad de teorías recogidas por los distintos cronistas e historiadores, hace que la descripción de aquellos hombres y mujeres dedicados al arte del mirlado se vea limitada a una exposición de noticias, más o menos ordenadas.” (Dr. Ignacio Reyes García, en: histancan.blogspot.com/‎)

LOS ENTERRAMIENTOS EN EL PUEBLO GUANCHE


Los diversos los tipos de enterramientos usados por el pueblo guanche para preservar los cuerpos de los difuntos, en Gran Canaria y otras islas a parte de las cuevas naturales o artificiales también se empleaban los túmulos, en Tenerife son escasos los enterramientos en túmulos documentados, pero dejemos que sea el autor que mejor ha estudiado aspectos de las creencias del pueblo guanche, el Doctor don Juan Bethencourt Alfonso, indiscutible Amusnau, quien nos guíe en esta cuestión: “ Como los guanches carecían de instrumentos metálicos y las cavernas naturales que les servían de panteones son de basalto u otra roca dura, convertían sus sentimientos de piedad en acomodar con mano solícita a los saxos lo más decorosamente que podían, procurando desvanecer los relieves y baches del pavimento con pisos de barro gredoso o solándolos con lajas; sobre el que los colocaban sin orientación determinada una veces de píe, por lo general tendidos, ya aisladamente o bien en números de 3,4,5, o más, coincidiendo en ocasiones las cabezas y otras los pies de unos con las con las cabezas de otros; particularidad pronunciada en los mausoleos de la nobleza que en los de los siervos.


Nos inclinamos a que estos rimeros estaban constituidos por individuos de una misma familia máxime al considerar las formaban con frecuencia personas de ambos sexos; y hasta creemos que las señales que ponían a los saxos, de que hablan los autores pero que no hemos visto, pudieran ser como un equivalente a los epitafios de nuestros actuales sepulcros familiares. Y esta interpretación es tanto más racional cuanto hemos encontrado cavernas funerarias con dichos cuerpos sobre puestos, sin embargo de haber capacidad sobrada para yacer por separado.

La colocación de los cadáveres en los panteones de la nobleza  afectaban los siguientes modos:

1º.) Los reyes y próceres en sarcófagos, ya de tea del pino como el de la cueva del Picacho de que hemos hablado o de otra madera incorruptible, como uno de cedro encontrado en Petapodón, de Güímar, de una sola pieza y sin tapa como me aseguraron. Contenía una momia de adulto y las de dos niños.

2º.) Sobre chaxaxo pero provistos de cuatro patas como de medio metro de altas, como uno descubierto en el barranco de Amara, en Arona, que contenía los restos de tres cadáveres sobrepuestos. Esta especie de chajasco son los conocidos por los autores con los nombres de andamios o catrecillos.

3º.) Tendidos sencillamente encima de una tabla de sabina, por ejemplo, como la que descubrimos en la cueva de La Gambuesa en Igueste de Candelaria. La tabla era más larga que el difunto.

4º.) Amontonados en una como tarima, como en la cueva del “Roque de la Hoya de Ucanca”, formada por dos palos de tres varas de largo, uno de sabina y el otro de pino, dispuestos paralelamente a una vara de distancia, apoyados por uno de sus extremos en las grietas naturales de las paredes y descansando por el otro en dos pequeños majanos de piedra, sobre los que improvisaron un piso con seis lajones de piedra tosca. Ofrecía los restos de 8 cadáveres coincidiendo las cabezas. Pero en las cuevas del risco de Polegre y del Rincón en el barranco de Tamadaya, en Arico, en ambas los largueros de sabina tenían encima otros atravesados de la misma madera.


5º.) Sobre poyos de piedra hechos con bastante esmero, arrimados a las paredes de las cavernas, como de 2 metros de largo y ½ de alto y de 0,60 centímetros a 1 metro de anchos, ofreciendo el aspecto de pecebreras, con los bordes libres sobresaliendo como una tercia del fondo embaldosado con lajas. En estos poyos apilaban las momias, siempre boca arriba. De esta variedad recordamos la cueva de Juan Luis en la Ladera de Güímar; 3 en el barranco de Amara en Arona y la <<Cueva de la Ventana>> Las Cañadas, como a unos tres kilómetros del Llano de Maja.

6º.) De píe arrimadas a las paredes como refieren los historiadores, o acurrucadas en un rincón como la momia de un niño de 12 años en una cueva en Bilma, cumbre del Valle Santiago, o bien en pilas, como en la cueva de la Gotera en Candelaria.

Respecto de las necrópolis de los siervos utilizaban el suelo de las grutas tal cual los ofrece la naturaleza, aunque algunos los tenían embaldosados con lajas, como una cueva del Risco Bermejo en Chiñama y otra en barranco de Gorda, ambas en Granadilla, así como en la de Posadas en el barranco de la Orchilla de San Miguel y de la Marrera en Güímar, y en ocasiones, pocas, les ponían piso de barro gredoso amasado, como en la del Bucio ya citada. Concretábanse a colocar los cadáveres sobre el pavimento, a veces sobreponiéndolos como dijimos, pero otras sobre una alfombra o lecho de plantas, ya de yerba de risco como en dos cuevas del barranco de Tajao en Arico, bien de escobones y granadillo como en la cueva de la Reina en Arafo, ora de ramas de leñablanca cual las cuevas d Binchergue en Adeje y también de Ajafo en los salones de Guasa, en Arona. Ignoramos si esto fue costumbre general y que hayan desaparecido los restos vegetales por la acción destructora del tiempo y por la humedad y desprendimientos de los techos de las cavernas.

Y terminamos este particular con una observación. Descontados los rosarios  de uso común, ¿por qué se encuentran en los mausoleos de los siervos anzuelos, tabonas, punzones de hueso, muelas de molino, agujas, fragmentos de cerámica, etc., y con nada de esto se tropieza en los panteones de la nobleza? ¿Pondrían los saxos de las clases de los achicaxnas y achicaxnáis los instrumentos de sus respectivos oficios, para que siguieran ejerciéndolos en el otro mundo a favor de sus señores?

De ordinario tapaban la puerta de las necrópolis con una pared doble de piedra seca muy bien hecha y a veces con una doble o triple pared; otras con grandes lajones de piedra viva empinados cuando son de boca estrecha, y algunas, muy pocas, con pared de piedra y barro como en la cueva de Bilma del Valle Santiago.”

COSTUMBRES MORTUORIAS GUANCHES: ...Toda esa noche se iba agudizando el duelo de hora en hora hasta la amanecida, que era el tiempo reglamentario para la celebración de los chaxacos[1] o entierros; pero antes de ponerse en marcha el cortejo fúnebre, tanto los hombres como las mujeres que sentían grima saltaban por encima del cadáver o le besaban una mano “para que nos les dejara miedo” costumbre que aún conservan algunos caseríos de la Victoria, La Matanza, Arico y otros pueblos.

La comitiva iba atronando el aire con sus lamentaciones, hallábase formada por los individuos de ambos sexos de la familia civil y de la individual, precediendo las mujeres y detrás los llorones, sacerdotes, amigos y numerosas personas de los distintos auchones o tagoros según el prestigio y clase del difunto. Llegada a la necrópolis, después de un variado ceremonial del clero en medio de grandes alaridos del séquito, encerraban con el xaxo cierta cantidad de alimentos y tapiaban cuidadosamente la puerta de la gruta; alimentos que como ya dijimos renovaban de vez en cuando por fuera de la cueva, para que comiera el sosia en sus visitas.

Seguidamente los doloridos y todo el acompañamiento retornaban al auchon para disolverse después de “celebrar el banquete fúnebre que daba el muerto”.

Porque el difunto arrastraba consigo su capital social, es decir, gastaba en un banquete su reserva cuatrimestral y un número de cabezas de las reses de la quita equivalente al que usufructuaba. Se heredaba así propio consumiendo la herencia en una espléndida comida, pues es sabido que él era uno de los comensales. Cuanto a la ágapa funebre de los siervos debía ser poco aparatosa, por ignorarse cual fuera el origen de los recursos, aunque es probable salieran del paso con los medios limitados de que disponían los auchones[2] respectivos”. (Juan Bethencourt Alfonso, II: 301-2)                                                     



             


                                                                         













[1] Chaxacos, nombre guanche de la comitiva de los entierros.
[2] Grupo de viviendas, generalmente de una familia, dirigida por un jefe del clan o auchonero



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