Volumen IV
CAPITULO XXVIII-IV
MOMIFICACIÓN Y CULTO A LOS MUERTOS
EMBALSAMADORES
Plegaria guanche
No te acerques a mi tumba sollozando.
No estoy allí. No duermo ahí.
Soy como mil vientos soplando.
Soy como un diamante en la nieve brillando.
Soy la luz de la
Sol sobre el grano dorado.
Soy la lluvia gentil del otoño esperado
Cuando despierta en la tranquila mañana,
Soy la banda de pájaros que trina
Soy también las estrellas que titilan, mientras cae la noche
en tu ventana
Por eso, no te acerques a mi tumba sollozando
No estoy allí. Yo no morí.
Eduardo Pedro García Rodríguez
El Doctor en
filología e historiador D. Ignacio Reyes García nos ofrece una extraordinaria
serie de trabajos de investigación en torno a las técnicas de mirlado o
momificación de cadáveres empleadas por nuestros ancestros, de ellos, nos
permitimos reproducir en su totalidad el articulo dedicado a los mirladores,
los sacerdotes Iboibos, casta sacerdotal encargada del mundo funerario en la
sociedad guanche.
“En alguna
otra ocasión hemos afirmado que las fuentes documentales de nuestro pasado
prehispánico presentan ciertas limitaciones. Al condicionamiento cultural de
los cronistas e historiadores debemos añadirle no pocas extrapolaciones
injustificadas, sin olvidarnos de todo tipo de erratas, mistificaciones y
errores, presentes en este ámbito como en cualquier actividad llevada a cabo
por el ser humano.
Muchas de
estas trabas saldrán a nuestro encuentro cuando empecemos a indagar cómo eran
los encargados de mirlar los cuerpos de los difuntos en las antiguas sociedades
amazighes de Tenerife y Gran Canaria.
A pesar de
todo, iniciamos hoy una pequeña serie de artículos dedicada a la figura de los
embalsamadores. En el presente texto, analizaremos los testimonios
recogidos por los primeros cronistas de Canarias, es decir, aquellos que
vivieron hasta los años in-mediatamente posteriores al final de la Conquista (ss. XV-XVI),
dejando las fuentes documentales de los siglos XVII-XIX para un segundo y
último capítulo.
Vnum hominem probum
Diogo Gomes de Sintra visitó el archipiélago canario entre 1460 y 1463,
pero la relación de su viaje, redactada en latín por Martín Benhain, de
Nuremberg, se realizaría años más tarde, sobre 1485. De todos modos, el
navegante portugués nos proporciona una de las primeras noticias sobre los xaxos,
cuando anota que, tras preparar con manteca el cadáver de su rey,
los guanches:
[...] lo ponen o envían a una
cueva, y delante de ella colocan para custodiarlo a un hombre de bien que por
su honradez testimonie si se le caen sus cabellos o piel durante un año. Y si
se le caen los cabellos, lo tienen por un gran pecador; y si no, lo tienen por
un buen varón. Y se reúnen todos y celebran un gran convite, y le tributan los
mayores honores [Gomes de Sintra (ca. 1485) 1940: 99].
Según el
cronista, una vez finalizado el convite, el custodio era acompañado a un “lugar
peligroso”, desde donde se arrojaba al mar para acompañar a su rey en el
otro mundo.
Gomes de
Sintra no se refiere de manera explícita a los embalsamadores, aunque el papel
desempeñado por el mencionado “hombre de bien”, último responsable de la
conservación del cadáver, puede prestarse a múltiples interpretaciones. En
general, la tradición resulta extraña para nosotros, del mismo modo que debió
de sorprender a nuestro navegante. Sin embargo, el ritual descrito debe de
tener su lógica histórica en el contexto de un pueblo que concebía su
existencia y su cultura a través de tres instancias de una misma realidad:
subterránea (de los muertos), superficial (material) y espiritual. La muerte
sólo constituía un mero tránsito (Reyes 2006: passim).
Respectados
provilísimos
Tras descartar una posible alteración del texto por parte de Marín de
Cubas –copista del manuscrito original entre 1682 y 1687–, la crónica de
Antonio Cedeño (ca. 1490) parece ser la primera que repara en algunas de las características
de los embalsamadores. De forma escueta, y tras hablarnos del proceso de
conservación de los cadáveres, el conquistador afirma que: “Hauía hombres y mujeres diputados
para ser amortajadores y enterradores que eran respectados provilísimos en la
república a los quales las demás jente negaba el comerçio i trato” [Cedeño (ca.
1490) 1993: 380].
No deja de
sorprender que Cedeño mencione, exclusivamente, a”enterradores” y
“amortajadores”. Sin embargo, tanto el contexto de la cita como el trato social
que ésta recoge, invitan a pensar que el conquistador toledano está haciendo
referencia a los mirladores. Este extremo se confirma si comparamos su
testimonio con los que, posteriormente, y de forma algo más extensa, elaborarán
otros cronistas.
Abreu Galindo,
o quien quiera que fuese el autor de la Historia que se le atribuye, es uno
de ellos. El franciscano no define el grado de exclusión social padecido por
los embalsamadores, pero su testimonio nos sirve para confirmar que el proceso
de conservación de los cadáveres era ejecutado por gente muy concreta. Para
Gran Canaria, señala que, «para preparar y conservar lo[s] cuerpos difuntos,
había hombres diputados y señalados para los varones, y mujeres para las
hembras» [Abreu Galindo (ca. 1590) 1977: 162-163], siendo ésta una de
las pocas referencias documentales sobre los mirla-dos canarios. Por otro lado,
para la isla de Tenerife, el supuesto franciscano indica que:
[...] había hombres y mujeres que
tenían oficio de mirlar los cuerpos, y a esto ganaban su vida, desta manera
que, si moría hombre, lo mirlaba hombre, y la mujer del muerto le traía la
comida; y si moría mujer, la mirlaba mujer, y el marido de la difunta le traía
la comida; y servían éstos de guardar el cuerpo difunto, no lo comieran los
cuervos y guirres y perros [Abreu Galindo (ca. 1590) 1977: 299-300].
Por su parte,
fray Alonso de Espinosa [(1594) 1980: 45] coincide con Cedeño al indicar que
aquellos hombres y mujeres “eran conocidos, no tenían trato ni conversación con
persona alguna ni nadie osaba llegarse a ellos, porque los tenían por
contaminados e inmundos; mas ellos y ellas tenían su trato y conversación”, a
la vez que contradice a Abreu Galindo al matizar que “cuando ellas mirlaban
alguna difunta, los maridos les traían la comida, y por el contrario”.
.
También las Antigüedades
del médico y poeta Antonio de Viana [(1604) 1991: canto I, 100] se hacen
eco de las técnicas de conservación de los cadáveres practicadas en la isla de
Tenerife. En su Poema, y seguramente inspirado por la obra de
Espinosa, Viana dedica los siguientes versos a los embalsamadores:
y para aqueste efecto de mirlarlos
había ciertos hombres y mujeres,
que esto tenían por común oficio,
haciendo habitación a solas juntos
sin que con ellos conversase alguno,
que dellos presumían menos precio,
y a todos los tenían por inmundos,
y así se conocía su linaje.
había ciertos hombres y mujeres,
que esto tenían por común oficio,
haciendo habitación a solas juntos
sin que con ellos conversase alguno,
que dellos presumían menos precio,
y a todos los tenían por inmundos,
y así se conocía su linaje.
Como hemos
podido comprobar, los primeros cronistas de Canarias, aquellos que vivieron en
las Islas o visitaron el Archipiélago durante los años inmediatamente posteriores
al final de su Conquista (ss. XV-XVI), representaban a los embalsamadores como
una casta específica que llevaba a cabo una función muy concreta, por la que,
además, era marginada y excluida del resto de actividades sociales.
Sin lugar a
dudas, la proximidad temporal entre las fuentes etnohistóricas de los siglos XV
y XVI y la realidad social que éstas describen es un elemento que juega en
favor de aquellos primeros cronistas. Aunque, como veremos en el próximo
capítulo, el cambio de siglo traería consigo nuevas fuentes... y nuevas
teorías.
En este
segundo y último capítulo de la serie dedicada a los antiguos embalsamadores
de Canarias, seguiremos nuestro particular rastreo de las fuentes
documentales, prestando atención a las que vieron la luz entre los siglos XVII
y XIX.
En el
capítulo anterior, vimos que los primeros cronistas de Canarias (ss. XV-XVI)
definían a los encargados de mirlar los cuerpos de los difuntos como una casta
específica, que llevaba a cabo una función social muy determinada, por la que,
además, se veía marginada.
Como
observaremos a continuación, el paso de los años traería consigo nuevas
teorías, que poco o nada tienen que ver con lo dicho hasta el momento.
Casi
un misterio sagrado
En la Historia
de la Real Sociedad
de Londres (1667) encontramos uno de los primeros relatos desacordes a las
crónicas inmediatamente posteriores a la Conquista. El texto,
redactado por Thomas Sprats, miembro y primer historiador del citado cuerpo,
recoge el testimonio del médico y mercader británico Evan Pieugh, quien residió
durante veinte años en la isla de Tenerife. Durante su estancia, tuvo la
ocasión de visitar Güímar, “una ciudad habitada en su mayor parte por
descendientes de los guanches” [Sprats (1667) 1998: 108], quienes agradecieron
los servicios prestados por el doctor “obsequiándole” de una forma muy
especial: le permitieron visitar una cueva de enterramiento. Apunta Sprats que
el médico galés aprovechó la ocasión para cuestionar a aquellos descendientes
de los guanches sobre las técnicas de conservación de los muertos conocidas por
sus antepasados, obteniendo de ellos la siguiente información:
[...] que antiguamente existía
una casta especial que tenía este oficio, que sólo ellos ejercían y que
conservaban como algo sagrado que no debía ser comunicado al vulgo.
No se
mezclaban con el resto de los habitantes, ni se casaban con nadie que no fuera
de su propio grupo; también eran sus sacerdotes y ministros religiosos [Sprats
(1667) 1998: 109].
El
testimonio, que resulta de vital importancia al haber sido obtenido de boca de
los más ancianos del lugar, gentes de incluso “más de ciento diez años de
edad”, confirma el aislamiento de la casta dedicada al embalsamamiento de los
cadáveres. Sin embargo, a diferencia de los primeros cronistas de Canarias, los
ancianos guanches de Güímar, lejos de dejar la responsabilidad del mirlado de
sus difuntos en manos de un grupo de marginados, la entregan a “sus sacerdotes
y ministros religiosos”, teoría que, con el tiempo, irá adquiriendo mayor
popularidad.
Núñez de la Peña [(1676) 1994: 34] vuelve
a reproducir el testimonio de los primeros cronistas, pero la semilla plantada
por Sprats estaba destinada a germinar tarde o temprano. Una muestra de ello la
encontramos en la Histoire
naturelle, générale et particuliére: avec la description du Cabinet du roy (1749-1804),
redactada por el conde de Buffon, Georges Louis Leclerc, ayudado, entre otros,
por Louis Jean-Marie Daubenton, primer director del Muséum national
d'histoire naturelle. Nuestro ilustrado José de Viera y Clavijo cita en sus
Noticias esta “Descripción del Gabinete del Rey de Francia”, extractando
el fragmento del capítulo que Daubenton dedica a las momias egipcias referido a
los xaxos guanches:
Aquellos que
quedaron quando los Españoles hicieron la conquista de esta Isla, refirieron,
que el Arte de embalsamar los cuerpos era conocido de sus mayores, y que había
en su Nación cierta Tribu de Sacerdotes, que hacían de él un secreto, y casi un
mysterio sagrado [Buffon y Daubenton (1749-1804), en Viera y Clavijo (2004:
175)].
Las
apreciaciones de Daubenton, sumadas a las demás fuentes consultadas por Viera y
Clavijo –es decir, los textos escritos por los primeros cronistas–, inducen a
nuestro ilustrado a elaborar una tercera teoría: el proceso de mirlado debió de
ser llevado a cabo por dos clases distintas de personas, tal “como se
practicaba en Egipto”: «Unas disecarian con sus Tabonas, ò cuchillos de
pedernal los cuerpos, y los despojarian de los sesos, intestinos, y demás
entrañas: Empleo necesario en el mismo Egypto, pero reputado por [...] infame,
[...]» [Viera y Clavijo (1772) 2004: 176].
Y una vez
vaciado el cuerpo del difunto «Otras [personas] cuidarian del embalsamamiento
(tarea de suyo mas piadosa, y mas susceptible de honor)» [Viera y Clavijo (1772)
2004: 176-177].
Pero no será
Viera y Clavijo el único en establecer ciertos paralelismos entre el caso
egipcio y el canario, aunque, según los expertos en la materia, tal
extrapolación siente sus bases sobre argumentos poco razonables. Y es que no
debemos olvidar que «la conservación artificial de los cadáveres tuvo en África
una difusión mucho mayor» [Arco Aguilar (1987) 1996: 93].
Años más
tarde, será Francisco Javier Golbery, oficial del ejército colonial francés en
Senegal y Gambia, quien nos hable nuevamente de sacerdotes y egipcios para
referirse a los xaxos canarios. En el segundo capítulo de sus Fragmentos
de un viaje a África (1802), Golbery afirma que: «Los sacerdotes guanches,
como los sacerdotes egipcios, embalsamaban también a sus muertos y hacían de
este oficio un secreto y un misterio religioso» [Golbery (1802) 1998:
140].
Un
enigma por resolver
Sin lugar a dudas, el testimonio más desconcertante sobre los
embalsamadores guanches lo encontramos en la obra de Sabine Berthelot, Etnografía
y Anales de la Conquista
de las Islas Canarias (1842). Reproduzcamos el fragmento que nos interesa
de forma íntegra, tal como lo tradujo Juan Arturo Malibran para la primera
edición en castellano de la obra, publicada en 1849:
Los guanches
poseían el secreto de embalsamar y sus momias, que llamaban Xaxos, eran
preparadas por un método análogo al de los antiguos egipcios. Según la
tradición existía en Tenerife una clase de hombres y de mujeres que ejercían el
oficio de embalsamadores. “Estas gentes, dice el padre Espinosa, no gozaban de
consideración alguna, vivían aislados, se evitaba su contacto, pues se les
miraba como inmundos, no empleándolos sino en vaciar los cadáveres (183). Por
el contrario aquellos que se encargaban especialmente de embalsamar el cuerpo
tenían derecho al respeto de sus conciudadanos” [Berthelot (1849 - 1842) 1978:
94].
Para mayor
detalle, copiamos también la nota que aclara la fuente utilizada en este
caso por el naturalista francés, y que reza así: “(183) P. Espinosa, lib. 1,
cap. 9, p. 27. (Viana ha citado esta misma tradición en el primer canto de su
poema)» [Berthelot (1849 - 1842) 1978: 245].
El texto de
Berthelot, en apariencia inofensivo, ejemplifica a la perfección varias de las
trabas documentales a las que nos referíamos en la introducción a esta serie de
artículos. Dejando a un lado la extrapolación del caso egipcio para la isla de
Tenerife, nos llama poderosamente la atención la misteriosa cita de la obra de
Espinosa, que poco tiene que ver con el texto original del dominico [Espinosa
(1594) 1980: 44-45].
Nos ha sido
posible consultar la edición original del texto de Berthelot y Barker-Webb
[1842: 140], Histoire Naturelle des Îles Canaries, y hemos podido
constatar que el error no se debe a una mala traducción de Malibran.
Con todo, lo
más probable es que la cita, pretendidamente textual, no sea más que una
apropiación de la relación del dominico machimbrada con las teorías de Viera y
Clavijo, que habría sido entrecomillada por error o de forma defectuosa. De
todos modos, lo más prudente será dejar el misterio en manos de los
expertos.
Por su parte,
el enigma de los embalsamadores también quedará –por el momento– huérfano de
punto final. Como hemos visto, las fuentes no han sido muy pródigas a la hora
de facilitar los detalles que ayudasen a su comprensión, lo que, suma-do a la
disparidad de teorías recogidas por los distintos cronistas e historiadores,
hace que la descripción de aquellos hombres y mujeres dedicados al arte del
mirlado se vea limitada a una exposición de noticias, más o menos ordenadas.”
(Dr. Ignacio Reyes García, en: histancan.blogspot.com/)
LOS ENTERRAMIENTOS EN EL PUEBLO GUANCHE
Los diversos los tipos de
enterramientos usados por el pueblo guanche para preservar los cuerpos de los
difuntos, en Gran Canaria y otras islas a parte de las cuevas naturales o
artificiales también se empleaban los túmulos, en Tenerife son escasos los
enterramientos en túmulos documentados, pero dejemos que sea el autor que mejor
ha estudiado aspectos de las creencias del pueblo guanche, el Doctor don Juan
Bethencourt Alfonso, indiscutible Amusnau, quien nos guíe en esta cuestión: “
Como los guanches carecían de instrumentos metálicos y las cavernas naturales
que les servían de panteones son de basalto u otra roca dura, convertían sus
sentimientos de piedad en acomodar con mano solícita a los saxos lo más
decorosamente que podían, procurando desvanecer los relieves y baches del
pavimento con pisos de barro gredoso o solándolos con lajas; sobre el que los
colocaban sin orientación determinada una veces de píe, por lo general
tendidos, ya aisladamente o bien en números de 3,4,5, o más, coincidiendo en
ocasiones las cabezas y otras los pies de unos con las con las cabezas de
otros; particularidad pronunciada en los mausoleos de la nobleza que en los de
los siervos.
Nos inclinamos a que estos
rimeros estaban constituidos por individuos de una misma familia máxime al
considerar las formaban con frecuencia personas de ambos sexos; y hasta creemos
que las señales que ponían a los saxos, de que hablan los autores pero
que no hemos visto, pudieran ser como un equivalente a los epitafios de
nuestros actuales sepulcros familiares. Y esta interpretación es tanto más
racional cuanto hemos encontrado cavernas funerarias con dichos cuerpos sobre
puestos, sin embargo de haber capacidad sobrada para yacer por separado.
La colocación de los cadáveres
en los panteones de la nobleza afectaban
los siguientes modos:
1º.) Los reyes y próceres en sarcófagos, ya de tea del
pino como el de la cueva del Picacho de que hemos hablado o de otra madera
incorruptible, como uno de cedro encontrado en Petapodón, de Güímar, de una
sola pieza y sin tapa como me aseguraron. Contenía una momia de adulto y las de
dos niños.
2º.) Sobre chaxaxo pero provistos de cuatro patas
como de medio metro de altas, como uno descubierto en el barranco de Amara, en
Arona, que contenía los restos de tres cadáveres sobrepuestos. Esta especie de chajasco
son los conocidos por los autores con los nombres de andamios o catrecillos.
3º.) Tendidos sencillamente encima de una tabla de sabina,
por ejemplo, como la que descubrimos en la cueva de La Gambuesa en Igueste de
Candelaria. La tabla era más larga que el difunto.
4º.) Amontonados en una como tarima, como en la cueva del
“Roque de la Hoya
de Ucanca”, formada por dos palos de tres varas de largo, uno de sabina y
el otro de pino, dispuestos paralelamente a una vara de distancia,
apoyados por uno de sus extremos en las grietas naturales de las paredes y
descansando por el otro en dos pequeños majanos de piedra, sobre los que
improvisaron un piso con seis lajones de piedra tosca. Ofrecía los
restos de 8 cadáveres coincidiendo las cabezas. Pero en las cuevas del risco de
Polegre y del Rincón en el barranco de Tamadaya, en Arico, en ambas los
largueros de sabina tenían encima otros atravesados de la misma madera.
5º.) Sobre poyos de piedra hechos con bastante esmero,
arrimados a las paredes de las cavernas, como de 2 metros de largo y ½ de alto
y de 0,60 centímetros a 1 metro de anchos, ofreciendo el aspecto de pecebreras,
con los bordes libres sobresaliendo como una tercia del fondo embaldosado con
lajas. En estos poyos apilaban las momias, siempre boca arriba. De esta
variedad recordamos la cueva de Juan Luis en la Ladera de Güímar; 3 en el
barranco de Amara en Arona y la <<Cueva de la Ventana>> Las
Cañadas, como a unos tres kilómetros del Llano de Maja.
6º.) De píe arrimadas a las paredes como refieren los
historiadores, o acurrucadas en un rincón como la momia de un niño de 12 años
en una cueva en Bilma, cumbre del Valle Santiago, o bien en pilas, como en la
cueva de la Gotera
en Candelaria.
Respecto de las necrópolis de los siervos utilizaban el
suelo de las grutas tal cual los ofrece la naturaleza, aunque algunos los
tenían embaldosados con lajas, como una cueva del Risco Bermejo en Chiñama y
otra en barranco de Gorda, ambas en Granadilla, así como en la de Posadas en el
barranco de la Orchilla
de San Miguel y de la Marrera
en Güímar, y en ocasiones, pocas, les ponían piso de barro gredoso amasado,
como en la del Bucio ya citada. Concretábanse a colocar los cadáveres sobre el
pavimento, a veces sobreponiéndolos como dijimos, pero otras sobre una alfombra
o lecho de plantas, ya de yerba de risco como en dos cuevas del barranco
de Tajao en Arico, bien de escobones y granadillo como en la
cueva de la Reina
en Arafo, ora de ramas de leñablanca cual las cuevas d Binchergue en
Adeje y también de Ajafo en los salones de Guasa, en Arona. Ignoramos si
esto fue costumbre general y que hayan desaparecido los restos vegetales por la
acción destructora del tiempo y por la humedad y desprendimientos de los techos
de las cavernas.
Y terminamos este particular
con una observación. Descontados los rosarios
de uso común, ¿por qué se encuentran en los mausoleos de los siervos
anzuelos, tabonas, punzones de hueso, muelas de molino, agujas, fragmentos de
cerámica, etc., y con nada de esto se tropieza en los panteones de la nobleza?
¿Pondrían los saxos de las clases de los achicaxnas y achicaxnáis los
instrumentos de sus respectivos oficios, para que siguieran ejerciéndolos en el
otro mundo a favor de sus señores?
De ordinario tapaban la puerta
de las necrópolis con una pared doble de piedra seca muy bien hecha y a veces
con una doble o triple pared; otras con grandes lajones de piedra viva
empinados cuando son de boca estrecha, y algunas, muy pocas, con pared de
piedra y barro como en la cueva de Bilma del Valle Santiago.”
COSTUMBRES MORTUORIAS GUANCHES: ...Toda esa noche se
iba agudizando el duelo de hora en hora hasta la amanecida, que era el tiempo
reglamentario para la celebración de los chaxacos[1] o
entierros; pero antes de ponerse en marcha el cortejo fúnebre, tanto los
hombres como las mujeres que sentían grima saltaban por encima del cadáver o le
besaban una mano “para que nos les dejara miedo” costumbre que aún
conservan algunos caseríos de la
Victoria, La
Matanza, Arico y otros pueblos.
La comitiva iba atronando el
aire con sus lamentaciones, hallábase formada por los individuos de ambos sexos
de la familia civil y de la individual, precediendo las mujeres y
detrás los llorones, sacerdotes, amigos y numerosas personas de los
distintos auchones o tagoros según el prestigio y clase del difunto. Llegada a
la necrópolis, después de un variado ceremonial del clero en medio de grandes
alaridos del séquito, encerraban con el xaxo cierta cantidad de alimentos y
tapiaban cuidadosamente la puerta de la gruta; alimentos que como ya dijimos
renovaban de vez en cuando por fuera de la cueva, para que comiera el sosia en
sus visitas.
Seguidamente los doloridos y
todo el acompañamiento retornaban al auchon para disolverse después de “celebrar
el banquete fúnebre que daba el muerto”.
Porque el difunto arrastraba
consigo su capital social, es decir, gastaba en un banquete su reserva
cuatrimestral y un número de cabezas de las reses de la quita equivalente al
que usufructuaba. Se heredaba así propio consumiendo la herencia en una
espléndida comida, pues es sabido que él era uno de los comensales. Cuanto a la
ágapa funebre de los siervos debía ser poco aparatosa, por ignorarse
cual fuera el origen de los recursos, aunque es probable salieran del paso con
los medios limitados de que disponían los auchones[2]
respectivos”. (Juan
Bethencourt Alfonso, II: 301-2)
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