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lunes, 11 de mayo de 2015

Santuarios y espacios sacralizados entre los antiguos canarios-II



Juan Francisco Navarro Mederos
VELEIA, 24025 125701272, 200702008                                                                                                                                                                                    ISSN 0213 0  2095.


En la isla de El Hierro son conocidas las aras de sacrificio desde el siglo XVI  y algunas de ellas han sido objeto de excavaciones arqueológicas y otros estudios (M. J. Lorenzo, 1982; M.C. Jiménez, 1991; M.S. Hernández, 2002). Las investigaciones recientes señalan que el funcionamiento de estas estructuras es similar a las de La Gomera, incluyendo las pautas de sacrificio de los animales. El relato de un episodio de la conquista incluye una interesante descripción de un rito comunitario:



«pareciéndoles que oian cantos, y así era, pues entonces el rey de esta isla con todos sus súbditos estaban en un sacrificio público que ofrecían al estilo gentil... el cual usaba mucho de esos sacrificios para  que Dios le mostrase lo que había  de ser de él y de su gente... Y aconteció que la hija del rey... entonces estaba como suspensa y pasmada o transportada  en el sacrificio» (G. Frutuoso: 1964: 132).

En Lanzarote y Fuerteventura se han producido recientemente hallazgos similares a los de La Gomera, lo cual es una interesante novedad en el panorama arqueológico de las islas. En particular, destacan las estructuras de combustión con registro arqueológico como el de los pireos gomeros y herreños, identificadas durante las excavaciones arqueológicas dirigidas por J. de León Hernández y M. A. Perera Betancor en la cima de la Montaña de Tindaya. Sin embargo, ya existían precedentes, pues las propias crónicas de la conquista mencionaban allí comportamientos análogos: «Tenían los de Lançarote y FuerteVentura  unos lugares o cuebas a modo de templos, onde hacían sacrificios... onde haciendo humo de ciertas cosas de comer, que eran de los diesmos, quemándolos tomaban agüero en lo que hauían de emprender mirando a el jumo» (F. Morales, 1978:438).

En diversas montañas de Gran Canaria, como Hogarzales y El Cedro han empezado a aparecer también estructuras similares, según señalamos más arriba. En ambas hay importantes explotaciones de obsidiana en canteras al aire libre y en galerías orizontales que horadan circularmente los escarpes superiores de la montaña, identificándose hasta 54 puntos de extracción en la primera de esas montañas. Además de las minas, en la cima de Hogarzales hay 57 estructuras de piedra repartidas en tres categorías (E. Martín et al., 2001): A) la mayoría son amontonamientos de piedras de tendencia circular; B) círculos de piedras de una sola hilada o dos concéntricas; C) torretas. Los excavadores sugieren su relación con prácticas rituales para favorecer las actividades extractivas o para apaciguar los espíritus o divinidades que moran en las profundidades de la tierra. La morfología del primer grupo es similar a los pireos de La Gomera y El Hierro. En otras eleva- ciones del centro y suroeste de Gran Canaria hay vestigios arqueológicos  con tipología similar, pero desgraciadamente ninguna ha sido excavada. Existen antecedentes que ayudarían a explicar el papel de estos sitios y del ritual que en ellas se practicaba, y que refuerzan la idea de que este tipo de sacrificio era una práctica generalizada en Canarias y con una función análoga. En el s.xvii T. A. Marín de Cubas, describiendo la religión de los indígenas de Gran Canaria, aseguraba que: «sobre un alto risco en Tirajana llamados Riscos Blancos,..., aun alli hai tres braseros de cantos grandes onde quemaban  de todos frutos menos carne, y por el humo si iba derecho o ladeado hazian su aguero puestos sobre un paredon a modo de altar de grandes piedras, y enlosado lo alto del monte» (T. A. Marín, 1986: 256).

Existen pruebas arqueológicas de que algunos territorios dotados de recursos esenciales para su modelo productivo, fueron dotados de una  particular concentración de elementos simbólicos, como son las manifestaciones rupestres, y también de otras estructuras asociadas al culto.



Quizás el caso más evidente sea el papel que tuvieron los grabados rupestres en algunas islas. La correcta disponibilidad de los recursos vegetales y del agua en espacios sometidos a presión antrópica, dependía de factores naturales y sociales, pero sólo los segundos podían ser controlados. Para asegurarse la reproducción de los recursos forrajeros y su adecuado aprovechamiento, los aborígenes pusieron en práctica diversos mecanismos que regulaban la apropiación y uso del territorio, así como prácticas tecno-económicas encaminadas a optimizar esos recursos (E. Martín, 1998). Pero también usaron procedimientos mágico-religiosos destinados a intervenir en aquellos procesos que escapaban a su capacidad técnica de control.

El caso de la isla de La Palma es paradigmático. Si en las décadas de 1960 y 1970 algunos investigadores —no todos— decían que un número significativo de grabados (Foto 9) estaban asociados a puntos de agua, las posteriores investigaciones rebatirían tales afirmaciones. Ese tópico que con- viene erradicar, se basaba en que unas cuantas estaciones conocidas hasta entonces y muy llamativas—como La Zarza, Fuente Nueva, Buracas o Tajodeque— estaban junto a fuentes o cerca de ellas. Pero a partir de la década de 1980 se incrementó de manera notable el catálogo de yacimientos rupestres (E. Martín, 1986; E. Martín, J. F. Navarro y F.J.Pais, 1990) y se comprobó que tales afir- maciones eran infundadas, pues el agua es el recurso estratégico al que menos grabados se asocian, y más a caminos y áreas de pastoreo estival, de capital importancia para asegurar la subsistencia del ganado en la estación más crítica (E. Martín y F. J. Pais, 1996), como la vasta zona de Garafía, donde los grabados se concentran en tres franjas altitudinales (200-600m., 800-1800 m. y 1800-2400 m.), el resto del arco cumbrero de la isla que coincide con la última franja altitudinal citada, el borde exterior  meridional de la Caldera de Taburiente y, en menor proporción, el interior de la propia Caldera (Fig. 3). Dentro de estas áreas, podemos hallar a los grabados asociados, por orden de preferencia, a los caminos que van de costa a cumbre y las vías de desplazamientos en la horizontal que utilizaban los pastores tradicionales y que parecen haber sido empleadas antes por los ganaderos auaritas; en sitios dentro de las zonas de pastoreo con condiciones de dominio visual sobre el entorno; también en los puntos naturales de apañada, como son los cabocos (saltos de barranco); en algunas fuentes o abrevaderos, etc. (E. Martín, 1998: 80-81). De esta manera, unos simples campos de pastoreo o unos caminos por donde se desplazaban los ganados tras un forrajeo marcado por la estacionalidad, se fueron cubriendo de símbolos de la comunicación entre hombres y dioses, hasta ir adquiriendo un carácter más o menos sacralizado. Además, en uno de esos territorios, los pastizales de alta montaña asociados al pastoreo estival, las concentraciones de petroglifos coinciden con unas construcciones conocidas como «amontonamientos» o «pirámides» de piedras que, según los historiadores de la conquista, se usaban para determinados ritos.

En el sur de Tenerife, caracterizado por una relativa aridez, la principal actividad subsistencial durante la prehistoria debió ser la ganadería, y la preocupación por asegurar la reproducción anual de los pastos tuvo que desempeñar obligatoriamente un papel de primer orden en la organización social y económica de los grupos humanos. Un interesante ejemplo es lo que primitivamente se llamó «Chacacharte», que se tradujo al castellano como «Valle del Ahijadero», hasta que en el siglo xx  pasó a llamarse Valle de San Lorenzo (J. F. Navarro et al., 2002). En el verano se apareaba el ganado  y, a principios del invierno, los guanches separaban las cabras preñadas del resto de animales para trasladarlas en masa al ahijadero. Estos eran unos vastos espacios comunales a los que se llevaban las hembras preñadas de múltiples manadas de todo el territorio tribal o menceyato, para que allí pariesen en invierno. Eso suponía la necesidad de acotar el terreno, ordenar los usos del mismo y vigilar de manera rigurosa una gran cantidad de ganados durante cierto tiempo. Esos ahijaderos eran zonas bajas, orográficamente cerradas, que tenían asegurado el suficiente pasto invernal para garantizar la supervivencia de los neonatos y la calidad futura del rebaño. En definitiva, a los ahijaderos se confiaba el futuro de la cabaña ganadera de la tribu o de una parte de ella y, por tanto, la propia supervivencia.

El Valle de San Lorenzo reúne las características físicas descritas. Son tierras bajas y, por tanto, cálidas en invierno, pero a la vez sus características geológicas y edafológicas favorecen que sean mucho más ricas en pastos que las aledañas a igual altitud. Pues justo allí existe la mayor concentración de grabados de Tenerife (Fig. 4), que precisamente están jalonando los accidentes orográficos que rodean el valle y, a la vez, están posicionados y orientados de manera que miran hacia las tierras y pastizales del interior del valle. Todas las estaciones del Valle están integradas en un mismo sistema marcado por patrones fijos de localización, de intervisibilidad, de control de un territorio común, etc. Además, están en los puntos de vigilancia naturales para controlar el ganado que está dentro. Refuerza esta idea la existencia cerca de los grabados de pequeños conjuntos de cabañas, en las que cabrían sólo unos pocos individuos, que seguramente serían los pastores encargados de la custodia.

La concentración de los recursos subsistenciales en un sólo lugar durante el momento crítico de su reproducción, justifica el que se desencadenara toda una serie de mecanismos mágico-religiosos para asegurar el resultado óptimo del proceso. De ahí la presencia de variados lugares ceremoniales y de personajes vinculados a estas actividades y, lógicamente, al poder político. Dentro del Valle y, sobre todo, en sus bordes, además de los grabados, hay un inusual número de yacimientos con significativa toponimia tradicional: el lugar llamado «El Convento», también conocido por «Las Monjas»; dos «Cuevas del Samarín» (santón indígena); la «Cueva de la Iglesia», cerca de la cual estaba un «Drago Santo» al que los indígenas veneraban por las maravillosas curas que se hacían a su sombra y por protegerlos contra los espíritus; y hubo también tres «Bailaderos» o «Baladeros», lugares donde se hacía un rito particular en rogativa de lluvia, con participación de personas y ganado, que está bien descrito en las crónicas de la conquista. Tanto las estaciones de grabados como el resto de sitios con cierto componente ideológico adoptan una disposición envolvente en torno al valle, como si en el plano material se deseara ejercer el control visual de los acontecimientos, y en el plano simbólico quisieran concentrar el esfuerzo mágico benéfico en el punto central, donde más se le necesita.


Departamento  de Prehistoria, Antropología e Historia Antigua  Facultad de Geografía e Historia Universidad de La Laguna
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VELEIA, 2425, 20072008

Notas:
1   En el marco de su investigación sobre El proceso de aculturación aborigen en Canarias derivado del contacto, conquista y colonización europea entre los siglos  y .



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