De vez en
cuando, acuciado por la ancestral llamada de la madre Naturaleza, me veo en la
perentoria necesidad de lanzarme al campo para dar una caminata por alguno de
los múltiples y variados rincones que encierra el variopinto solar de mi
entrañable Titerogaca.
Con estos salutíferos paseos
logro, al tiempo que templar los músculos y descontaminar los pulmones del
viciado aire de la ciudad, abstraer la mente de los contratiempos que la vida
suele depararnos casi cuotidianamente, sumiéndome, siquiera sea por breves
momentos, en la reconfortante contemplación de la excelsa obra de la creación.
La meta final de estos
esparcimientos físicos y mentales suele ser, por lo general, la cumbre de uno
de los tantos conos volcánicos que salpican el suelo de la isla. Es innegable
el esotérico poder de atracción que la montaña, como cimero ente topográfico,
ejerce en la humana psiquis: parece como si existiera un cabalístico
paralelismo de exaltación entre lo material y lo anímico que se conjugara en su
altanero soma.
Allá en la distancia, recortada
contra el azul dosel del cielo, se perfila erguida su sugestiva silueta, tersa
y redondeada cual turgente seno femenino. Hacia ella encamino presuroso mis
pasos con anticipada fruición. Alcanzadas sus estribaciones acometo acto
seguido la escalada trepando ladera arriba al compás del frenético latir del
corazón, que en delirante exultación parece como si pugnara por escapar del
angosto recinto pectoral.
Por fin, tras denodado esfuerzo,
logro acceder al pináculo mismo del volcán. Sudoroso y jadeante tomo asiento
sobre una roca para reponer mis desfallecidas fuerzas.
Desde lo alto, a vista de pájaro,
la perspectiva es sencillamente impresionante: a mis espaldas, remedando
resecas fauces que imploraran sempiternamente el líquido maná que porta en sus
entrañas la veleidosa nube viajera, se abre el imponente cráter. Abajo, en
torno a la montaña, se extienden amplias llanadas, ora de polvoriento “tegue”,
ora constituidas por mantos de petrificada escoria lávica.
Paso unos minutos absorto en la
contemplación del paisaje. La azul limpidez del firmamento permite que los
tibios rayos solares acaricien mi piel produciéndome una gran lasitud.
Arrullado por el suave murmullo del viento y vencido por el aplanador efecto de
la fatiga me va invadiendo poco a poco, insensiblemente, una soporífera
torpidez...
Sumido en una profunda sensación
de beatífica placidez dirijo una vez más la mirada en derredor mío. De pronto,
lleno de admiración y asombro, observo cómo, iluminada por las primeras luces
del alba, avanza pendiente arriba, balanceando pausada y ritmicamente su
cuerpo, una esbelta figura de mujer vestida con la larga túnica de piel de
cabra, indumentaria que, pese a su primitiva tosquedad, permitía entrever sus
armoniosas formas femeninas. A medida que se va aproximando al lugar en que me
encuentro voy percibiendo, cada vez con mayor claridad, sus sensuales facciones
que resaltan enmarcadas en la lozana cabellera oscura que le cae fluidamente
por los hombros. Sobre la cabeza, haciendo alarde de un prodigioso dominio del
equilibrio, porta airosamente un gran “gánigo” lleno de espumeante leche de
cabra, mientras bajo uno de los brazos sostiene otra vasija, asimismo de barro
cocido, rebosante de manteca del mismo animal, llevando el otro brazo en
jarras, muy arqueado para mejor hacer de contrapeso.
Al llegar al terraplén en que
culmina la montaña, la hermosa “maja” detuvo sus pasos, se inclinó para
depositar en el suelo con amoroso cuidado las dos vasijas conteniendo las ofrendas
y, luego de reincorporarse, dirigió la mirada en actitud sumisa y respetuosa
hacia el punto del horizonte por donde el creciente resplandor de la aurora
anunciaba el inminente orto solar. Tan pronto como el astro rey, envuelto en
suaves arreboles, comenzó a emerger con solemne lentitud de la nítida línea que
señalaba en lontananza los confines visibles del océano, la joven indígena,
transida de reverente veneración, se prosternó ante la enorme bola de fuego que
ascendía en el cielo, el omnividente ojo del dios Magec, regidor de los
destinos de su bienamado pueblo, y en esta posición de sumo acatamiento,
humildemente arrodillada en el suelo, le dedicó sus más sentidas salutaciones
matinales alzando y bajando repetidamente los brazos en ademán propiciatorio al
tiempo que musitaba unas plegarias. Habiendo cumplido con este preceptivo
ritual, se irgió la joven ceremoniosamente, procediendo a continuación a hacer
las correspondientes libaciones con leche y manteca de las “jairas” sagradas
que portaba en los dos “gánigos”, vertiéndolas en el pequeño altar de piedra
seca construido para tales menesteres.
Absorto en la contemplación de
tan fascinante escena desarrollada a mi lado, había perdido yo por completo la
noción el tiempo y la tangibilidad de las cosas materiales...
De repente, sin que mediara una
explicación lógica, resonó en mis oídos un estridente bocinazo proveniente de
la vasta hondonada que se extendía al pie de la montaña, rompiendo brutalmente
el idílico encanto del mundo etéreo e irreal en que me hallaba inmerso.
Instintivamente me llevé las manos a los ojos para protegérmelos, deslumbrado
por la intensa luz solar de la tarde. Abajo, por la asfaltada senda de la
civilización, avanzaba trepidante uno de esos horrendos esperpentos mecánicos
creados por la técnica moderna que hemos dado en llamar camiones, lanzando en
su loca carrera un denso chorro de renegrido humo que iba inficionando
inmisericorde a cuanto ser viviente, animal o vegetal, se interponía en su
camino.
Pasados los primeros instantes de
sorpresa, ya algo repuesto de la brusca transición espiritual sufrida, lancé
una ansiosa mirada en torno mío. De la ensoñadora visión de la exótica
“jarimágada” no quedaba rastro alguno. Todo se había desvanecido subitamente
tragado por la inexorable crudeza de la vida real. Amargamente decepcionado,
embargado de indescriptible tristeza, me levanté con pesadumbre y emprendí
cansinamente el descenso de la montaña de regreso a mi casa.
(Agustín Pallarés Padilla en: La
Provincia, 17 de julio de 1984)
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