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SUMARIO: I. La condición humana, matriz de símbolos.—II. Las figuras femeninas y maternas en las religiones.—III. Una Diosa-Madre en el trasfondo de la religión de Israel.—IV. El Padre materno.—V. Lo femenino y el misterio trinitario.
I. La condición humana matriz de símbolos
En decenios cercanos hemos conocido la
problematización de la propia palabra Dios para representar una realidad
que escapa a toda comprensión'. En años más recientes, en el ambiente de la
exégesis y de la teología donde han tenido entrada algunas interpelaciones del
feminismo, se ha replanteado la pregunta por el prevalecer, casi exclusivo, de
una imagen masculina de Dios al menos en las tres grandes religiones que tienen
arraigo en Occidente. La sospecha de que el predominio prolongado de una
estructura y mentalidad patriarcales ha incidido en esa
unilateral representación de lo divino acompaña al interés por las figuraciones
y rasgos femeninos que, como veremos, han tenido larga vigencia en la historia
de las religiones y nunca han estado del todo ausentes en la misma tradición
judeo-cristiana.
Al mismo tiempo, el recurso a unas representaciones
y a un leguaje más abiertos, y desde luego no limitados por el género, aparece
como el menos inadecuado para dar cuenta hoy de un Dios siempre mayor, siempre
inagotable e inalcanzable, pero a la vez cercano e inmamente en su
transcendencia. Así el rescate de rasgos femeninos en las representaciones de
Dios, lejos de postular una sexualización a la inversa, un retorno a lo femenino
con expectativas que no resisten a la crítica y que correrían el riesgo de caer
en una regresión, aparece como un intento de afirmar "la
humilde proximidad de ese Dios para con la humanidad compuesta de hombres y
mujeres". Traduce la convicción de que "en Dios que trasciende al
hombre y a la mujer, lo masculino y lo femenino, englobándolos,
la lucha de los sexos podrá al fin conocer un apaciguamiento".
La fenomenología y la historia de las religiones
muestran que la condición humana, en la complejidad de su experiencia, en su
existencia sexuada, constituye una "matriz de símbolos"
(Meslin), por lo que la bipolaridad sexual con sus múltiples potencialidades y
capacidades expresivas ha jugado un papel decisivo en la esfera de lo
simbólico. De ahí que resulte esperable que lo femenino y las vivencias que con
la mujer se relacionan hayan servido de mediación para expresar la relación
fundamental que los humanos viven con lo sagrado o misterioso. A su vez, la
cristalización de lo femenino y sus valencias como símbolo de la divinidad
refleja situaciones culturales diversas y etapas varias en la prehistoria e
historia de las civilizaciones. Responde verosímilmente a las diversas formas
de organización de la vida cotidiana y socialy también al modo de plantearse las
relaciones interhumanas e intersexuales. Así, resulta aceptado que las figuras
antropomórficas de la divinidad varían según se trate de civilizaciones de
cazadores o de pastores nómadas, estructuradas patriarcalmente, o de culturas
agrícolas en las que prima un mitologema arcaico y llamativamente extendido
como veremos: el de la Diosa Madre Tierra.
II. Las figuras femeninas y maternas en las religiones
La historia del fenómeno religioso constata la
extensión, prácticamente universal, de una figura femenina para representar la
divinidad y sus varios atributos. Esta constatación provoca cierta extrañeza
sobre todo si se la compara con la llamativa menor atención que lo femenino
como configuración de lo divino ha recibido en largos siglos de desarrollo de la
teología. Ocurre —y así se percibe en el planteamiento actual del feminismo,
como en la propia teología— como si también en la historia de la tradición
cristiana se hubiera producido un cierto silencio que reclama ser explicado y
que está mereciendo atención.
En el nivel de los hallazgos arqueológicos es
sobradamente conocida la abundante presencia de estatuillas cultuales y textos
que afloran desde estratos remotos del pasado y que, a su modo, tienen
confirmación en las mitologías que conservan nombres arcaicos de figuras
femeninas. Se trata de pequeñas estatuas con rasgos anatómicos exagerados,
impropiamente llamadas"venus", que se extienden
por la Europa que va desde Polonia al Adriático y Egeo, llegando a regiones del
Oriente próximo como Fenicia, Palestina y Mesopotamia.
El culto a una Diosa Madre, o Diosa Tierra, diosa de
la fertilidad, madre y nutricia, aparece ampliamente documentado en períodos
que abarcan el paleo, meso y calcolítico, y su presencia
permanece en el trasfondo de teogonías y mitos hasta alcanzar con su influjo a
figuras que tienen espacio conocido en panteones de época histórica. Mircea
Eliade, entre otros, ha asociado esta divinidad materna con las culturas
agrícolas del neolítico, atentas al ciclo anual de las estaciones, con ritos alusivos
a los ciclos de la naturaleza y la fecundidad, en las que tiene cabida también
la simbología del árbol que se renuevas. La relación de ese culto
con el matriarcado fue señalada por J. J. Bachofen, si bien su teoría ha
recibido ulteriormente críticas notables. Sin entrar en los términos de la
hipótesis del matriarcado, tanto W. Schmidt como B. Malinowski y R. Pettazzoni
han seguido vinculando ese culto a las culturas agrícolas en las que la Tierra
asume el lugar del Ser supremo en cuanto que, como productora y madre nutricia
para los humanos, se muestra principio último de la vida.
Desde otras perspectivas, la frecuencia y antigüedad
del símbolo femenino-materno alusivo a la divinidad ha sido explicada por E.
Jung y en su seguimiento por E. Neumann como el emerger esperable de una imagen
primordial, arquetípica, que opera en la psique humanar que ha
encontrado amplio despliegue en la mitología y en la expresión artística de
todas las épocas. Un proto-símbolo, podríamos decir, que presenta también lados
oscuros y valencias negativas que han recibido ulteriores concreciones en
figuras y nombres conocidos en las mitologías y en la historia de las
religiones, y que hoy mismo son advertidas por el psicoanálisis. Se trata de
una figura que habita la memoria arcaica de la humanidad porque corresponde a
la universal experiencia de nacer y depender del alimento, cuidado y protección
de una madre. Tanto la plasticidad del símbolo, de la que la historia del arte
da cuenta, como su capacidad de asociar los significados del nacer y ser
alimentado con la religación y dependencia de una última fuente de vida,
explican su arraigo y despliegue desde tiempos arcaicos.
A la figura de la Gran Madre responden las Matronas
germanas y celtas, y de un culto a la Diosa Tierra se hallan abundantes
noticias, incluso a través de ritos que perviven, en la América precolombina. También
en un universo cultural bien distinto, en el extremo Oriente, y desde el
prebudismo, se da lo femenino como una de las polaridades del tao. Y todavía
dentro del mundo asiático, en el surco de la religión védica, se encuentran
figuras femeninas que, como Shakti, acompañan como pareja a deidades
masculinas como Shiva, y figuras como Kali, cargada de ambigüedad
en su actitud y funciones respecto de los humanos. Esas figuras han sobrevivido
en el hinduismo a la modificación impuesta por el predominio de los dioses
indoeuropeos, de un modo semejante a como la lejana figura de una Diosa-Tierra
pervive en la ulterior elaboración del panteón helénico. Se trataría, en ambos
casos, de un principio originario que subsiste, pese a la imposición de otro
igualmente radicado en el trasfondo de los tiempos y de la memoria colectiva:
el masculino-paterno, dominante en el mundo religioso más cercano. De hecho,
ritos hierogámicos vienen teniendo cabida en los rituales védicos.
La figura de la Diosa consorte, auténtico paredro de
las divinidades masculinas en la religión de la India, o la esposa en otros
panteones, muestran la necesidad de reunir las dos polaridades sexuales para
expresar lo inagotable del Misterio. Todos los recursos del "vetusto
lenguaje sexual simbólico" (Van der Leew) se hacen necesarios para
referirse a lo pregnante del Misterio que excede y supera la misma bipolaridad
sexual. Asimismo, lo femenino , y la figura del andrógino, reapareció en las
corrientes gnósticas donde la mujer en relación con la divinidad debió tener un
margen notorio, lo que explica, en parte, la reserva de los autores cristianos
que se enfrentaron a la gnosis.
También en los estadios primitivos de la religión
griega, como muestra la Teogonía de Hesiodo, Gea, una
Diosa-Madre, engendradora de Urano en unión con el cual engendra a su
vez a los Tritones, representa aquel remoto culto que, en formas varias,
perdura y se hace presente en figuras como Hera de Argos y Artemisa de
Lidia, así como en las de Démeter y Perséfone, asociadas a la vegetación
y la fertilidad a partir de antiguos pueblos montaraces, cazadores o pastores,
que llegan hasta los tiempos del panteón clásico. En éste, y en los estadios
más conocidos, Atenea y Afrodita representan, bajo figuras de mujer,
atributos y funciones no estrictamente femeninos. Resulta, por tanto, que el
dominio de dioses indoeuropeos masculinos, que sobreviene con la invasión de
pueblos cuyo recuerdo ha guardado una historia documentable y de cuyo
dramatismo quedan señales en los relatos míticos y aun en la épica griega, no
ha anulado del todo, pese a la potencia de Zeus, un dios celeste, el
substrato de una extendida religión de la Diosa-Madre, terrestre y lunar,
nutricia, protectora y maligna, según aquella ambigüedad a que nos hemos
referido.
En regiones del Oriente medio la diosa Cibeles, que
desde Frigia llega en un determinado momento al mundo romano, y Nut, madre
de Isis (la esposa de Osiris) y madre de Horus, junto con
la Inanna sumeria, la Isthar de Acadia y la Astarté de
Canaán, son otras tantas personificaciones de un culto arraigado en el entorno
y en los lugares mismos en que se asienta Israel. A él aluden en algunos
momentos, polémicamente, los propios textos bíblicos. Entre éstos, aquellos
lugares donde asoman vestigios de la figura de Asherat, una diosa
cananea, presentan, como veremos, un especial interés por lo que significan en
el proceso del monoteísmo yahvista.
Teniendo en cuenta las observaciones de autores como
G. Widengren, V. Hernández Catalá, Th. Schipflinger , Fr. Heiler, O. Kern , M.
Eliade y A. Di Nola, J. Martin Velasco da una interpretación de conjunto de las
variadas formas en que lo femenino es simbólicamente elaborado: "Los
mismos datos sugieren ya que la pretensión del hombre religioso al utilizar
estas imágenes no es situar al Misterio en el reino de lofemenino o pensarlo
como dotado exclusivamente de los rasgos de mujer (...) Esta lo representa, en
efecto, como madre-virgen, esposa, hija, protectora del nacimiento y de la
fecundidad, y Diosa de la muerte; como Diosa del amor y de la guerra. Como gran
Diosa-madre, figura 'verdaderamente universal, "Diosa
total", y como figura complementaria de figuras masculinas. En la misma
dirección nos orienta el hecho de que con mucha frecuencia no aparezca de forma
exclusiva, sino como figura que matiza una representación preferentamente
paterna de lo divino, o como paredro de la figura masculina. Con todo
—prosigue— el hecho de que prevalezcan entre sus nombres, figuras y funciones,
los relativos a la maternidad, orienta a descubrir su sentido en la capacidad
que contiene el símbolo materno de ofrecer una respuesta a la pregunta por el
origen y de satisfacer la necesidad de protección, el anhelo de bondad y de
amor que experimenta siempre el hombre".
La polivalencia del símbolo —que tiene relación con
la tierra y la luna, y que apunta también a las aguas fecundas y
aun a la noche, el terror y la oscuridad—, se traduce en su potente
capacidad para apuntar al Misterio, fascinante y tremendo, como Origen. En este
sentido, la figura de la Diosa-Madre resulta una figura imponente y
prácticamente omnicomprensiva: una quae est omnia, al decir de algunos.
III. Una Diosa-Madre en el trasfondo de la religión israelita
Si el predominio indoeuropeo provocó la retracción
—aunque pueda hablarse también de asimilación parcial—de las figuras femeninas
de los antiguos panteones al imponer un patriarcalismo como forma social, el
avance del monoteísmo hebreo en el cercano Oriente aparece relacionado con la
prevalencia de un Dios celeste, la exaltación de la fuerza y la atribución de
cualidades más nobles al varón. Y la progresiva afirmación de Yahvé como
único en Israel conoció momentos de conflicto con antiguos cultos locales que
se mostraron persistentes a juzgar por sus relativamente tardías reapariciones.
Así, investigaciones recientes descubren cierta impronta de aquellos viejos
cultos y divinidades en la misma religión yahvista.
En su estudio sobre la religión hebrea, R. Patai
anotó hace unos decenios que algunas formas de representar a Yahvé en el
judaísmo tardío podrían mostrar la absorción o fusión de aspectos femeninos de
una antigua divinidad femenina. A su juicio la Sabiduría y la Shekinah,
formas de hipostatizar la actuación y la presencia de Yahvé, serían
lejanas reminiscencias de aquella divinidad que duran en el judaísmo hasta
época tardía, sin entrar en conflicto con una tradición monoteísta centrada en Yahvé''
A su vez, M. Stone ha señalado la presencia en los
territorios conquistados por Israel de una Diosa, atestiguada por los textos de
Ugarit como Asherah y Anat, que Stone identifica con Astarté, si bien
esta identificación ha merecido ulteriores discusiones. Esa figura, o los
símbolos que le representan, rivalizan con Yahvé en pasajes como Jue 2,13 y 3,
7; 1 Sam 7, 3-4;1 Re 11,5.33; 15,13.18.19, lugares en los que se muestra que la
antigua divinidad femenina reaparece y provoca la reacción del yahvismo aun en
plena época monárquica.
Hallazgos arqueológicos de culturas extrabíblicas
pero cercanas a Israel, como los de Kuntilet'Ajrud y los de Khirber
el Qóm, son hoy puestos en relación con la figura de Asherah y su símbolo
cultual, aserah /aserim, al que se refieren polémicamente varios lugares
bíblicos. Así aquellos en los que los profetas Oseas y Jeremías urgen a la
fidelidad al yahvismo (Os 2; Jer 7, 18; 44, 15-25). O algunos otros como 2 Re
21,7;23,4-715. Tales textos —como aquellos en los que se apoya la
tesis de una asimilación por parte del yahvismo de dioses masculinos como El,
del panteón cananeo— parecen responder a una laboriosa fidelidad mantenida
al Dios de Israel que exigió la lucha contra la presencia ambigüa de una diosa
en la religiosidad popular. Esta lucha resulta explicable si se tienen en
cuenta, tanto la historia del asentamiento de los hebreos en la tierra, como la
afirmación de la absoluta transcendencia de Yahvé, Dios único, que se distancia
infinitamente de toda otra divinidad hasta negarla. Una transcendencia que se
subraya incluso a través de la misteriosidad con que se rodea al Nombre.
IV. Un Padre materno o los rasgos femeninos en el
Dios bíblico
Si de un culto a una Diosa se registran indicios en
los tiempos bíblicos, la presencia de rasgos femeninos en la caracterización de
Yahvé es documentable hasta en el judaísmo postbíblico, como hemos oído
advertir a Patai. Así un término vigente en pleno monoteísmo yahvista es el de
Sabiduría (hokmá), hipóstasis de la función creadora y reveladora de
Dios que, como tal, aparece en múltiples lugares (Job, 28.12-27; Bar 3, 9-4;
Prov 8, 23-31; Eclo 14, 20-27; Sab 7,12.27; 9,4). Resabios de una divinidad
femenina pueden haber influido en la forja de esa imagen que perdura en el Logos
neotestamentario. Rasgos femeninos subyacen también en otro término de
raigambre bíblica como es Ruah que de su aleteo creador (Cf. Gén 1,2),
pasa a designar el Espíritu en el NT y la tercera persona en la Trinidad
divina. Y con caracteres femeninos se presentan a su vez la misericordia
entrañable y la ternura conmmovida que los textos bíblicos atribuyen al Dios
que se muestra compasivo, materno en sus cuidados y desvelos para con su pueblo
(Cf. Jer 31, 20; Os 11, 1.4.8; 13; Is 49,15; 66, 13; Sal 116, 15)16.
En otra serie de lugares importantes para la revelación del AT, misericordia y
entrañas maternales (raham) se asocian a la paternidad de un Dios
que es desbordadamente Padre siendo Padre maternal,"Padre materno".
Además, a propósito de la utilización bíblica de la
imagen del padre, las observaciones convergen en que se trata de un uso
cauteloso de esa simbología, que parecería sin embargo la menos inadecuada, a
juzgar por lo universal de la presencia de la misma en otras religiones y su
fácil documentación tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. De hecho,
un estudio atento de los usos del término "padre" en la
Biblia concluye con la impresión de una cierta austeridad que lleva a pensar en
aquella preocupación por la transcendencia que antes señalábamos y que aleja de
esta comprensión de lo paterno toda naturalización fácil. A este uso cuidadoso
del símbolo se ha referido P. Ricoeur cuando ha hablado de un "grado
cero" en la figura del padre aplicable al Dios bíblico cuya paternidad se
distancia de la procreación natural y del parentesco. Y en un sentido
complementario F. Raurell ha comentado esa cautela sobre la atribución de la
paternidad señalando que "la reserva de los hebreos sobre la figura de
Dios como Padre y su concepción absolutamente transexual de la paternidad
divina nos invitan... a no cargar éste símbolo de rasgos únicamente
masculinos'. De ahí que pueda notar tambien L. Armendáriz que "cuando se
le llama padre no se le está diciendo varón (aunque la imaginación lo quiera),
ni se está por ello negando su maternidad; se está afirmando que al origen y en
el fundamento y meta de la realidad hay un Infinito todopoderoso y amante'.
En el NT el término griego patér referido a
Dios aparece en múltiples lugares. Unos reflejan la invocación o la referencia
puesta en boca del mismo Jesús: "(mi) Padre"; otras la
designación, ante los discípulos:"vuestro Padre";
y un tercer grupo responde a una consideración de Dios como Padre o Padre de
Jesús. En el NT, y en la peculiaridad del término Abba que los exegetas asignan
al ámbito del lenguaje familiar, se vislumbra la experiencia filial de Jesús,
experiencia única y propiamente suya, en la que asoman rasgos maternos como
anteriormente lo hacían en algunos de los textos proféticos'. Y en Jesús, en su
conducta y actitudes, se revela, incluso a través de la continuidad del
lenguaje — el uso del término splágkhna es significativo y ha
sido documentado cuidadosamente por H. Kóster— aquella misericordia entrañable
del Padre materno. Como si la paternidad-maternidad del Padre encontrara una
correspondencia en la que alguien ha llamado "la emoción visceral de Jesús
ante el necesitado".
V. Lo femenino y la teología trinitaria
Es aceptado que en el NT existen formas de hablar
triádicamente de Dios, a quien se desiga fundamental-mente como Padre. El Hijo,
reconocido como Kyrios, y el Espíritu. Espíritu de Jesús, Espíritu del
Padre, aparecen en diversos lugares, entre los que destaca el mandato misionero
de Mt 23,19, relacionado con la liturgia bautismal. La presencia de una
"simbólica trinitaria" (Duquoc), o de una "Trinidad
narrada" (Forte), ya en este estadio de la confesión de fe, hizo posibles
los symbolos. Y ofreció la base para el desarrollo de la doctrina
trinitaria que utiliza los registros de la razón y la analogía para aproximarse
al misterio confesado en las fórmulas de la fe.
Ahora bien, en la confesión de la Iglesia naciente
se conjugan una con-ciencia trinitaria y una memoria del Dios de Israel que es
el Padre del Señor Jesús y dador del Espíritu. Y a un intento de evitar la
reducción del mysterium salutis que es el mysterium trinitatis quieren
responder la discusión y las definiciones de los concilios de Nicea (325)
y Constantinopla (381), así como el símbolo resultante, que
hamarcado la teología trinitaria ulterior. Pero tanto las fórmulas del símbolo
niceno-constantinopolitano como la elaboración teológica en torno, y la que tuvo
lugar en siglos más tardíos, parecen haber dejado más en la penumbra que los
textos neotestamentarios la vertiente histórico salvífica, por otra parte
inseparable de la especulación sobre la naturaleza y las personas de la
Trinidad.
Además, no han faltado en estos años importantes
llamadas de atención advirtiendo que en el proceso de elaboración de esa
doctrina ha primado, al menos en Occidente, el horizonte filosófico del ser y
el acento de la unidad, sobre la perspectiva de la historia de salvación. Lo
que equivale a haber privilegiado la consideración de la Trinidad inmanente sin
atender suficientemente a la dimensión económicosalvífica del misterio".
Y desde otros ángulos, entre los que se cuentan las
aportaciones de una crítica feminista, se señala la necesidad de corregir una
imagen masculina de Dios que ha derivado del lenguaje en que vino a expresarse
el misterio trinitario, un lenguaje necesitado siempre de una difícil comprensión
analógica. Esta crítica llama la atención acerca de lo que quieren significar
en el ámbito de la teología del Dios Uno y Trino, y por tanto lejos de toda
connotación de sexo y género, términos como Hijo, Verbo, Espíritu y Persona,
al modo como hemos advertido al hablar de la paternidad-maternidad
aplicadas a Dios. También en este sentido ha venido a formularse la pregunta
por la relevancia teológica de la masculinidad de Jesús, innegable como factum
histórico, pero que nopuede inadvertidamente trasladarse a la esfera del
Dios trinitario donde carecería de sentido tal determinación".
En el contexto de esta preocupación puede situarse
un intento de descubrir lo femenino en el ámbito de la persona y acción del
Espíritu, intento que ha conocido importantes reservas críticas puesto que, si
tanto el Padre como el Hijo en su incomprensibilidad superan la connotación
sexual de cualquier término o símbolo, también el Espíritu ha ser concebido más
allá de la tensión del género. No se trata, por tanto, de presentar al Espíritu
asumiendo los rasgos femeninos de que estarían exentas las representaciones del
Padre y del Hijo, sino que con más exactitud hay que reconocer , como ha
señalado J. Y. Congar, que el Espíritu completa, interioriza y actualiza la
acción del Padre y del Hijo ejerciendo por ello cierta "función maternal y
femenina que pone el sello de la consumación a la función del Padre y del Verbo
Hijo".
Se pone así de manifiesto que la recuperación de una
simbología y unos caracteres femeninos a la hora de presentar la imagen del
Dios Trinidad, un intento que resulta aceptable en la medida en que compensa o
corrige una presentación unilateralmente masculina a la que se ha propendido y
que ha tenido consecuencias, resulta problemático si se reduce a catecterizar
con rasgos femeninos a una persona de la Trinidad, realizando algo así como una
distribución de lo femenino y lo masculino entre las personas. Y ello porque supondría
tan sólo un traslado acrítico de lo humano, y aun de ciertos estereotipos de lo
femenino, al nivel trinitario, a una esfera en la que la distinciónde sexos no
tiene ya relevancia ni significación. A un nivel en el que la propia noción de persona
muestra también sus límites, puesto que, como advertían los antiguos
teólogos, se trata de una región, la del misterio, donde se hace necesario
aceptar lo desemejante de toda semejanza.
Algo similar ocurre con la propuesta de privilegiar
una imagen femenina de Dios tal como ha venido formulándose por parte de
algunas tendencias feministas que han intentado despatriarcalizar la imagen
tradicional. También esa imagen, como todo símbolo, ha de resistir las
implacables exigencias de la analogía y aceptar su relatividad al referirse a
Dios, que está más allá de la masculinidad y de la feminidad.
Ahora bien, afirmado lo anterior respecto de la
desproporción de todo intento, hay que reconocer que la cautela que la teología
muestra en la utilización de los símbolos no invalida que, si hombres y mujeres
son imagen de Dios, cualquier hablar sobre Dios necesitará poner en
juego términos y símbolos tanto masculinos como femeninos en un intento de
mostrar mejor lo que late tras el Nombre. Un Nombre que los lectores de la
Biblia hebrea, y los oyentes de la Palabra, reconocen que no puede ser
adecuadamente pronunciado pero que tampoco ha de ser borrado, puesto que el
Dios escondido es también el Dios que quiere revelarse.
En nuestros días advertimos el avance de esta
exigencia que llega desde mujeres y hombres creyentes y afecta al
trabajo teológico. Se trata de reconsiderar lo que una mayor acogida de lo
femenino —sin exclusividad— en la simbólica y en el lenguaje sobre Dios puede
suponer en favor de una imagen menos inadecuada, menos desemejante, de aquel
ante quien, en último término, "no hay hombre ni mujer" (Cf. Gál 3, 27-28)
y a imagen de quien "todos(todas) somos tranformados de gloria en
gloria" (Cf. 2 Cor 3, 18). Que llama también a la
comunidad que formamos hombres y mujeres "a conformarse a la imagen"
(Cf. Rom 8, 29).
(Felisa Elizondo
file:///C:/Documents%20and%20Settings/Edu/Escritorio/DIOSA%20MADRE.htm )
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