Casi todo el mundo
conoce las famosas “Venus paleolíticas”, talladas hace más de 20.000 años que
representan mujeres con los rasgos sexuales hipertrofiados; senos, vulva,
nalgas o caderas aparecen mucho mayores en relación al resto de la anatomía de
la escultura. Poco sabemos de su significado ni, realmente, cuando el ser
humano empezó a crear estas figuras, las primeras tallas probablemente fueran
en madera y de ellas no quedan rastro después de tanto tiempo.
¿Qué significaban para los hombres paleolíticos
que aún vivían en una sociedad nómada, estas esculturas? Nada se sabe con
seguridad pero algunos elementos de las figuras nos permiten inferir que
tendrían un valor mágico religioso, ya fuera como amuleto, totem o figura
propiciatoria. Los rasgos femeninos sobre desarrollados apuntan a que estamos
ante unos símbolos de la maternidad o la fecundidad (algunas Venus parecen
estar dando a luz o representar a mujeres en cinta).
El culto a lo femenino o a la Gran Diosa nos ha
acompañado desde entonces y se ha ido concretando de diversas maneras en las
diferentes religiones históricas que conocemos.
La Tierra ha sido el modo más frecuente en como
se ha manifestado este culto a la Diosa Madre que ha sido, en muchas ocasiones,
identificada como la Madre Tierra. La tierra tiene innumerables valencias
simbólicas, es el sitio sobre el que se pisa y se está. En los pueblos
primitivos la tierra es algo inmediato y sólido, asiento de toda vida, por ello
consideran que la tierra es una unidad cósmica creadora y activa: todo lo que
en la tierra es, es una gran unidad. Por esta razón muchos pueblos se
consideran “hijos de la Tierra” en un sentido más profundo de lo que nuestra
conciencia profana puede entender.
“Lo que prueba que la hierofanía de la tierra
ha tenido antes forma cósmica que propiamente telúrica (esta no se impone de
manera definitiva hasta la aparición de la agricultura) es la historia de las
creencias sobre el origen de los niños. Antes de conocer las causas fisiológicas
de la concepción, los hombres han creído que la maternidad era debida a la
inserción directa del niño en el vientre de la madre. […] Lo importante es la
idea de que los hijos no son engendrados por el padre, sino que, en un momento
más o menos avanzado de su desarrollo, vienen a ocupar su lugar dentro del
claustro materno a consecuencia de un contacto de la mujer con un objeto o con
un animal del medio cósmico circundante.
[…] El padre humano no hace sino legitimar
esos hijos, por un ritual que tiene todos los caracteres de una adopción. Los
hijos pertenecen ante todo al “lugar”, es decir, al microcosmos circundante.”
Mircea Eliade; Tratado de Historia de las
Religiones; Editorial Cristiandad, primera reimpresión 2011,
pp. 367-368.
Esta visión cósmica de la Tierra, de la que todos
los miembros del clan se sentían literalmente hijos, fue sustituida por una
visión más telúrica con la llegada de la agricultura. Efectivamente, una vez
que el hombre descubre la agricultura la tierra para a ser algo sobre lo que trabajar
y, por lo tanto, transformar. La Tierra en la mentalidad agrícola manifiesta su
sacralidad como sustento del cosmos, mientras que en las sociedades neoliticas
la Tierra se sacraliza con el esfuerzo y cuidado de los hombres hacia ella,
nace el rito agrario. Ejemplo del enfrentamiento entre estas dos sensibilidades
sobre el valor sagrado de la Tierra es el ejemplo que cita Mircea Eliade (ELIADE; op. cit.; p 370) de James Mooney:
“Un profeta indio, Smohalla, de la tribu
umatilla, aconsejaba a sus discípulos que no trabajaran la tierra porque `es un
pecado -decía- herir o cortar, desgarrar o arañar a nuestra madre común con los
trabajos agrícolas ‘. `Me pedís que labre la tierra. ¿Cogería yo un cuchillo
para hundirlo en las entrañas de mi madre…’ “.
Otro ejemplo de esta
evolución de la sacralidad de la Tierra es la sustitución, en Grecia, de Gea
por Demeter. La Madre de Todo se transforma paulatinamente en una divinidad
agrícola. En las primeras sociedades agrícolas, el culto a la Diosa Madre en la
forma de Diosa de las cosechas ha estado muy implantado. En ocasiones esta Diosa
Madre exigía un matrimonio sagrado con un sacerdote del culto que era, o no,
sacrificado para asegurar la nueva cosecha. Las Diosas Madres de las sociedades agrícolas aparecen frecuentemente
con un compañero más pequeño que suele ser su hijo aunque en la evolución
patriarcal de ciertas culturas ese acompañante se convierte en su esposo.
El hijo de la Diosa
adquiere en este contexto un enorme valor simbólico: representa la cosecha que
nace y muere todos los años pues, del mismo modo, el hijo de la Diosa muere, o
es sacrificado, en la narración mitológica o en el ritual para resucitar más
lleno de vida. Las similitudes entre esta estructura religiosa y el culto del
cristianismo católico a la Virgen María son evidentes incluso en la imaginería.
En estas sociedades agrarias, en asociación al
culto telúrico a la Tierra, surge con fuerza un modo de pensamiento enormemente
influyente en la historia de la humanidad: el optimismo soteriológico. Según
esta mentalidad, la muerte no es solo el final sino también el principio de una
nueva vida. Ciertamente, las sociedades agrarias están acostumbradas a observar
la transformación cíclica de la tierra, de fértil a yerma y de nuevo a fértil.
La planta que muere hoy, resurgirá la próxima
primavera; este hecho inspira en los pueblos agrícolas la idea de que vida y
muerte son un ciclo incesante.
Todo no acaba con la
muerte. Del mismo modo que el campesino puede dar nueva vida a la tierra con su
esfuerzo, es posible que gracias a nuestro esfuerzo espiritual revivamos tras
la muerte en otra forma.
La fijación por la virginidad es un rasgo típico
de las sociedades patriarcales que pretenden negar o controlar en la mujer su
capacidad para engendrar hijos. Las diosas se van transformando en meros
receptáculos de la semilla divina, perdiendo su importancia frente a los dioses
padres. Así la diosa madre queda transformada en tempestuosa esposa, como Hera,
en monstruo abatible por el héroe de turno, como Gorgona, en ninfa, en sirena…
En cualquier caso, es evidente que el culto a la
diosa no ha muerto, solo se ha transformado. Es llamativo como el simbolismo y
el culto a la Diosa Madre se ha manifestado en ubicaciones geográficas muy
dispares y sin aparente contacto. Pachamama, Virgen María, Isthar o Maya son
formas de aparecerse lo sagrado que es su diversidad ocultan un mismo arquetipo
tan relegado espiritualmente por algunos.
Hoy en día la Asamblea General de Naciones Unidas
considera la “Madre Tierra” como una expresión utilizada en diversas culturas
para referirse a nuestro planeta y que ejemplifica la interrelación profunda
entre todos los seres del globo. La hipótesis Gaia, del químico James Lovelock,
que plantea que nuestro planeta se comporta como un sistema autorregulado para
posibilitar la vida, es una reactualización científica de ese sentimiento o esa
necesidad de unión entre la Tierra y el hombre y todos los seres que viven en
ella.
Fuentes para la
redacción del artículo:
- Mircea Eliade;
Tratado
de Historia de las Religiones; Editorial Cristiandad, primera
reimpresión 2011.
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