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domingo, 30 de agosto de 2015

La evolución del culto a la Diosa madre


Casi todo el mundo conoce las famosas “Venus paleolíticas”, talladas hace más de 20.000 años que representan mujeres con los rasgos sexuales hipertrofiados; senos, vulva, nalgas o caderas aparecen mucho mayores en relación al resto de la anatomía de la escultura. Poco sabemos de su significado ni, realmente, cuando el ser humano empezó a crear estas figuras, las primeras tallas probablemente fueran en madera y de ellas no quedan rastro después de tanto tiempo.

¿Qué significaban para los hombres paleolíticos que aún vivían en una sociedad nómada, estas esculturas? Nada se sabe con seguridad pero algunos elementos de las figuras nos permiten inferir que tendrían un valor mágico religioso, ya fuera como amuleto, totem o figura propiciatoria. Los rasgos femeninos sobre desarrollados apuntan a que estamos ante unos símbolos de la maternidad o la fecundidad (algunas Venus parecen estar dando a luz o representar a mujeres en cinta).
El culto a lo femenino o a la Gran Diosa nos ha acompañado desde entonces y se ha ido concretando de diversas maneras en las diferentes religiones históricas que conocemos.
La Tierra ha sido el modo más frecuente en como se ha manifestado este culto a la Diosa Madre que ha sido, en muchas ocasiones, identificada como la Madre Tierra. La tierra tiene innumerables valencias simbólicas, es el sitio sobre el que se pisa y se está. En los pueblos primitivos la tierra es algo inmediato y sólido, asiento de toda vida, por ello consideran que la tierra es una unidad cósmica creadora y activa: todo lo que en la tierra es, es una gran unidad. Por esta razón muchos pueblos se consideran “hijos de la Tierra” en un sentido más profundo de lo que nuestra conciencia profana puede entender.
“Lo que prueba que la hierofanía de la tierra ha tenido antes forma cósmica que propiamente telúrica (esta no se impone de manera definitiva hasta la aparición de la agricultura) es la historia de las creencias sobre el origen de los niños. Antes de conocer las causas fisiológicas de la concepción, los hombres han creído que la maternidad era debida a la inserción directa del niño en el vientre de la madre. […] Lo importante es la idea de que los hijos no son engendrados por el padre, sino que, en un momento más o menos avanzado de su desarrollo, vienen a ocupar su lugar dentro del claustro materno a consecuencia de un contacto de la mujer con un objeto o con un animal del medio cósmico circundante.
[…] El padre humano no hace sino legitimar esos hijos, por un ritual que tiene todos los caracteres de una adopción. Los hijos pertenecen ante todo al “lugar”, es decir, al microcosmos circundante.”
Mircea Eliade; Tratado de Historia de las Religiones; Editorial Cristiandad, primera reimpresión 2011, pp. 367-368.
Esta visión cósmica de la Tierra, de la que todos los miembros del clan se sentían literalmente hijos, fue sustituida por una visión más telúrica con la llegada de la agricultura. Efectivamente, una vez que el hombre descubre la agricultura la tierra para a ser algo sobre lo que trabajar y, por lo tanto, transformar. La Tierra en la mentalidad agrícola manifiesta su sacralidad como sustento del cosmos, mientras que en las sociedades neoliticas la Tierra se sacraliza con el esfuerzo y cuidado de los hombres hacia ella, nace el rito agrario. Ejemplo del enfrentamiento entre estas dos sensibilidades sobre el valor sagrado de la Tierra es el ejemplo que cita Mircea Eliade (ELIADE; op. cit.; p 370) de James Mooney:
“Un profeta indio, Smohalla, de la tribu umatilla, aconsejaba a sus discípulos que no trabajaran la tierra porque `es un pecado -decía- herir o cortar, desgarrar o arañar a nuestra madre común con los trabajos agrícolas ‘. `Me pedís que labre la tierra. ¿Cogería yo un cuchillo para hundirlo en las entrañas de mi madre…’ “.
Otro ejemplo de esta evolución de la sacralidad de la Tierra es la sustitución, en Grecia, de Gea por Demeter. La Madre de Todo se transforma paulatinamente en una divinidad agrícola. En las primeras sociedades agrícolas, el culto a la Diosa Madre en la forma de Diosa de las cosechas ha estado muy implantado. En ocasiones esta Diosa Madre exigía un matrimonio sagrado con un sacerdote del culto que era, o no, sacrificado para asegurar la nueva cosecha. Las           Diosas Madres de las sociedades agrícolas aparecen frecuentemente con un compañero más pequeño que suele ser su hijo aunque en la evolución patriarcal de ciertas culturas ese acompañante se convierte en su esposo.
El hijo de la Diosa adquiere en este contexto un enorme valor simbólico: representa la cosecha que nace y muere todos los años pues, del mismo modo, el hijo de la Diosa muere, o es sacrificado, en la narración mitológica o en el ritual para resucitar más lleno de vida. Las similitudes entre esta estructura religiosa y el culto del cristianismo católico a la Virgen María son evidentes incluso en la imaginería.
En estas sociedades agrarias, en asociación al culto telúrico a la Tierra, surge con fuerza un modo de pensamiento enormemente influyente en la historia de la humanidad: el optimismo soteriológico. Según esta mentalidad, la muerte no es solo el final sino también el principio de una nueva vida. Ciertamente, las sociedades agrarias están acostumbradas a observar la transformación cíclica de la tierra, de fértil a yerma y de nuevo a fértil. La planta que muere hoy, resurgirá la próxima primavera; este hecho inspira en los pueblos agrícolas la idea de que vida y muerte son un ciclo incesante.
Todo no acaba con la muerte. Del mismo modo que el campesino puede dar nueva vida a la tierra con su esfuerzo, es posible que gracias a nuestro esfuerzo espiritual revivamos tras la muerte en otra forma.
La fijación por la virginidad es un rasgo típico de las sociedades patriarcales que pretenden negar o controlar en la mujer su capacidad para engendrar hijos. Las diosas se van transformando en meros receptáculos de la semilla divina, perdiendo su importancia frente a los dioses padres. Así la diosa madre queda transformada en tempestuosa esposa, como Hera, en monstruo abatible por el héroe de turno, como Gorgona, en ninfa, en sirena…
En cualquier caso, es evidente que el culto a la diosa no ha muerto, solo se ha transformado. Es llamativo como el simbolismo y el culto a la Diosa Madre se ha manifestado en ubicaciones geográficas muy dispares y sin aparente contacto. Pachamama, Virgen María, Isthar o Maya son formas de aparecerse lo sagrado que es su diversidad ocultan un mismo arquetipo tan relegado espiritualmente por algunos.
Hoy en día la Asamblea General de Naciones Unidas considera la “Madre Tierra” como una expresión utilizada en diversas culturas para referirse a nuestro planeta y que ejemplifica la interrelación profunda entre todos los seres del globo. La hipótesis Gaia, del químico James Lovelock, que plantea que nuestro planeta se comporta como un sistema autorregulado para posibilitar la vida, es una reactualización científica de ese sentimiento o esa necesidad de unión entre la Tierra y el hombre y todos los seres que viven en ella.
Fuentes para la redacción del artículo:
- Mircea Eliade; Tratado de Historia de las Religiones; Editorial Cristiandad, primera reimpresión 2011.


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