De Innana a Venus, el culto a la Diosa Madre a través de los siglos.
El poema de Gilgamesh, una de las obras magnas de
la mitología sumeria, así como uno de sus poemas mejor conocidos, hace
referencia en muchos de sus epígrafes a la existencia de una diosa cuya ira y
celos desencadenarían la desgracia del protagonista de la narración. Nos
referimos, por supuesto, a la diosa conocida en el mundo sumerio como Innana
que, como consecuencia de su desamor por Gilgamesh, se nos muestra en esta obra
literaria como una deidad vengativa y belicista, que no responde sin embargo
con su principal atribución como diosa del amor y la fertilidad.
Pronto su culto mostraría una rápida extensión,
fruto del contacto del pueblo sumerio con otros pueblos orientales. Si
en los inicios de las cosmogonía mesopotámica la Diosa era considerada
únicamente como la Diosa del amor y la fertilidad, pronto su puesta en contacto
con los pueblos semíticos alteró su personalidad, de modo que en el mundo
sumerio, por ejemplo, Innana no sólo era considerada el reflejo del amor, sino
también como promotora de la guerra y así mismo se la erigió como la protectora
de la ciudad de Uruk.
De forma temprana el sincretismo religioso
actuará sobre su figura, pues a la llegada de los acadios se absorbe y adapta
su culto bajo el nombre de Ishtar. Tan fuertes serán las mutuas influencias en
el plano espiritual de estos pueblos que ya para el tercer milenio a.C.
resultará imposible hablar de Ishtar sin referirnos así mismo a la Diosa
Innana, a pesar de las claras diferencias que en sus personalidades pueden
observarse. Aún más tarde, los contactos entre los pueblos orientales
producirán nuevos sincretismos, de modo que la amorosa Innana se convertirá, no
sólo en la belicosa Ishtar, sino también en la Astarté fenicia y en las
grecorromanas Afrodita y Venus, hallando incluso reflejos en las creencias
hebreas, donde responderá al nombre de Astaroth. Su figura beberá así de todos
los pueblos acerca de los que recibe influencia y tomará un carácter donde
primará, por encima de todo, su sed de poder y una tendencia justiciera (aunque
paradójicamente, raras veces justa) que anhela el equilibrio de la naturaleza y
la humanidad, un concepto que si bien por lo general no despierta muchas
atenciones en el ámbito más occidental de su veneración, tendrá una profunda influencia
en la zona de Siria.
También en la cultura babilónica se la
relacionará con el amor, la guerra y la fertilidad, asociando a ella la
práctica de un culto que incluye, entre otros rasgos, la realización de
una serie de actividades dentro de los
templos dedicados a la deidad generalmente descritas como ‹‹prostitución
sagrada››, para cuya naturaleza, sin embargo, no se han puesto de acuerdo los
principales especialistas en la materia, distinguiéndose así dos grandes grupos
de estudiosos con visiones opuestas. En el primero de los grupos
contamos, de una parte, con aquellos especialistas que confirman la realización
de este tipo de actividades y, en segundo lugar, tenemos el grupo conformado
por aquellos analistas que consideran que el único testimonio que garantiza la
autenticidad de dichas prácticas es el dejado por los autores grecolatinos,
cuya documentación en lo que respecta al tratamiento de los pueblos del Próximo
Oriente tiende, por lo general, a mostrar cierta ambigüedad y se dirige
asimismo a una exageración que busca atribuir a dichos pueblos un carácter
peyorativo. Mientras, dentro del panorama arqueológico no ha surgido aún
muestra material que confirme o desmienta dicha hipótesis.
Sea como fuere, a este respecto, en
general, la deidad femenina de los mil nombres suele ser representada y
comprendida como una suerte de Diosa Madre, muy vinculada a la naturaleza, la
fertilidad y la pureza de las aguas, y cuyo culto se extenderá rápidamente por
el Oriente Medio, donde recibirá una serie de títulos honoríficos que
comprenden, entre otros, el de Reina del Cielo y Señora de la Tierra.
Su asimilación por parte del pueblo fenicio, con
todas sus variantes, pronto desembocaría en la concepción de un nuevo tipo de
diosa, conocida por ellos como Astarté, cuya representación bebe a partes
iguales de su dedicación al amor y el placer carnal y, minoritariamente, de su
vinculación con el mundo bélico, mostrándose en sus representaciones como una
mujer desnuda o bien cubierta sucintamente por suaves vestiduras, que lo mismo
aparece acompañada por bailes y procesiones que por símbolos de poder como
esfinges o leones. No será extraño asimismo, encontrar en sus templos y lugares
de culo grupos de ajuares y ofrendas dedicados a ella, entre los que se incluyen
depósitos de armas y otros atributos que se
relacionan con el mundo de la guerra, como miniaturas de carros o
representaciones de équidos.
Pronto la expansión comercial fenicia, a la que
hemos hecho referencia ya en entregas anteriores de esta revista, comienza a
mover a lo largo y ancho del Mediterráneo no sólo materiales de valor puramente
económico, sino también una serie de técnicas, comportamientos y
creencias cuyo ámbito sagrado se filtrará paulatinamente dentro de los pueblos
contactados hasta echar profundas raíces. Aparecerán así, objetos que han sido
tradicionalmente vinculados con las ofrendas a la diosa, incluyéndose entre
ellos piezas destacadas como los thyniateria (quemadores de incienso),
pebeteros y otros objetos en los que comienzan a aparecer con una cierta
asiduidad los símbolos de la diosa: figuras aladas, seres mitológicos como
esfinges y grifos, leones y aves, que se extenderán hacia la zona occidental
del Mediterráneo, afianzándose así fuertemente el culto de la diosa Madre, que
se vinculará además en las zonas costeras a la navegación y la protección de
los marinos y que se fijará de forma especial en el mundo ibérico, donde su
carácter bélico se maximizará. Aquí se adaptará a las características de una
sociedad en la que la heroicidad y el manejo de las espadas eran entendidos
como elementos de prestigio.
La rápida extensión de su culto,
así como su recia fijación en el seno de la religiosidad de las culturas más
occidentales, han dejado múltiples testimonios arqueológicos en toda la
región mediterránea. Los pebeteros mencionados más arriba se harán
sumamente comunes y cada vez más complejos, apareciendo en ellos una decoración
con forma de cabeza femenina, cuyo éxito en zonas como Coimbra del Barranco
Ancho (Jumilla, Murcia) se hará tan notable que pronto dichas piezas comenzarán
a fabricarse en serie mediante el uso de moldes.
De igual modo encontramos en la Península otros
objetos arqueológicos que nos remiten a su culto: la aparición de las grandes
Damas, con sus elaborados atavíos y sus ajuares armamentísticos no hacen sino
remitirnos nuevamente a la asimilación de un culto que se transforma bajo las
propias creencias de las poblaciones ibéricas.
Sin embargo, estas piezas no serán las únicas:
han sido hallados numerosos testimonios relacionados con su veneración en
lugares como Ebla, Mari, Alalah, Ugarit, Nippur o Emar; e incluso en Egipto,
donde el culto de la Diosa Ishtar se ha vinculado al de Shaushga.
Esta amplia extensión de la adoración a
la diosa trajo consigo, sin embargo, una concepción localista de la misma;
esto es, tomará diversas personalidades y rasgos acentuados en función de las
distintas culturas sobre las que su culto influye. Encontraremos de ese modo,
una personalidad compleja y cambiante, cuya influencia en diversas regiones
llevará a la acentuación de unos rasgos específicos: se distinguirán así varias
zonas de influencia, donde la imagen de diosa justiciera, su vinculación a la
salud, al mundo animal o a la veneración de cuerpos celestes como el Sol y
Venus (entendidos respectivamente como las estrellas de la mañana y de la
noche, un culto que sin embargo desaparecería antes de la mitad del tercer
milenio a. C.) destacarán sobre los demás. Asimismo, su ligazón con el mundo de
la guerra desencadenará concepciones distintas, como hemos visto,
desarrollándose vertientes radicalmente opuestas y distinguiéndose así
claramente la región egipcia, donde se destaca fundamentalmente este aspecto y
se la relaciona con la presencia de carros y caballos y, en segundo lugar, con
el mundo fenicio, donde son escasas las referencias arqueológicas dedicadas al
carácter guerrero de la Diosa.
En conclusión, podemos hablar de
la veneración dedicada a una diosa cambiante y compleja, cuyas características
relacionadas con el ámbito de la fecundidad, la pureza y el amor llegan a
quedar totalmente eclipsadas por su vertiente más oscura y fatalista.
Una Diosa Madre cuyo amor y odio a partes iguales
estimulan el equilibrio del mundo con el hombre y viceversa, pero cuyas
pasiones traen a menudo la desdicha de aquellos que se entrometen en su camino
al poder o que rechazan sus favores, tal como ocurre en el caso concreto de
Gilgamesh, que comentábamos al comienzo de esta entrega.
Esta imagen bella y terrible no ha de
extrañarnos, pues constituye una constante en la representación de la mujer
dentro de las religiones del momento, en la que se odia y ama al mismo tiempo y
trata de prevenirse al género masculino acerca de sus virtudes y defectos.
Constituye indudablemente una tendencia paradójica pero habitual, que
sobrevivirá al paso de los siglos y milenios en el culto de los pueblos en
torno al Mediterráneo.
Tomado de:
file:///C:/Documents%20and%20Settings/Edu/Escritorio/De%20Innana%20a%20Venus,%20el%20culto%20a%20la%20diosa%20Madre%20a%20trav%C3%A9s%20de%20los%20siglos%20-%20temporamagazine.com.htm
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