“Si el corazón y la mente viven escindidos, no podrás encontrar el camino”,
respondió el tigor sin aparentar mucha preocupación por la angustia de su
discípulo. Acercó las manos al fuego y las movió despacio, como si estuviera
separando los pétalos de una flor. Musitaba alguna letanía extrañamente dulce,
casi una cancioncilla, mientras las llamas parecían reconocerle y le dejaban
hacer sin quemarle.
“Inṭăṭi n ammaɣ ăntăɣ enəṭṭi-năɣ”, creyó descifrar un joven tan atónito como confiado siempre en la honesta y sorpresiva pericia de su maestro, el último tigor que portaba la Piedra, el mismo que había devuelto la dignidad a su oficio al terminar con las componendas políticas.
De pronto, el hombre sagrado se detuvo, clavó una mirada inexpresiva en el centro de la hoguera e introdujo en ella la mano del poder...
El joven dejó de respirar. No podía apartar la vista de lo que, por momentos, se tornaba una especie de espejismo incandescente. Incapaz de pensar en nada, sólo contemplaba absorto imágenes de un mundo que en modo alguno alcanzaba a identificar. Hasta que encontró sus ojos al otro lado del fuego. No cabía duda posible. Aquella ternura triste que le observaba era la misma que había heredado de su abuelo.
El maestro descansó una mano sobre el hombro del muchacho, procurando que la sintiera para hacerle volver. Sorprendido, el chico giró la cabeza hacia su tigor, que ahora, de pie, a su lado, contemplaba su estupor con expresión paternal.
“Si no decaes en la búsqueda, aunque pierdas el camino más de una vez, el anhelo de la verdad vivida se impone a todo y un día te impulsará de nuevo hacia la Luz. Para nosotros, el valor reside en saber ser”, sentenció sereno, como si quisiera tallar las palabras en su pupilo.
“Vamos, ahora entra en la cueva a descansar y déjame el alma tranquila...”
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