Durante mucho tiempo, las elucubraciones míticas
proporcionaron a las comunidades humanas ciertas pautas de actuación.
Formulaban juicios a partir de la experiencia, claro, pero la fantasía ocupaba
también un papel fundamental en la producción de conocimientos. Es decir, se
vivía como un acto del saber, igual que ahora nos aplicamos en la práctica
científica como procedimiento confiable para adquirir información sobre cuanto
somos y nos rodea. Hoy nos pueden parecer ingenuos desatinos muchas de sus
consideraciones, porque tenemos la capacidad de penetrar un poco más allá que
ellos en la verdad de las cosas. Un volcán no entra en erupción debido al
malestar de ningún genio maléfico ni existe santuario alguno que resista el
ataque de un ejército bien armado. Pero todas aquellas creencias,
fueran verdaderas o falsas, conformaban su imagen de la realidad y la guía de
sus comportamientos. Y es en tal escenario y bajo tales condiciones
que debemos examinar e interpretar su cosmovisión o, cuando
menos, encajar las piezas que han llegado hasta nosotros, para entrar en su
perspectiva de lo real.
Hemos hablado de lucubración, mito y fantasía,
conceptos que pueden evocarnos una sonrisa condescendiente, ya que suelen estar
asociados a la irracionalidad del pensamiento. Pero en
la elucubración se despliega un estudio o un esfuerzo para discurrir una
fantasía, es decir, una imagen más o menos alegórica de las cosas, un mito,
que siempre opera, no obstante, con algunos elementos reales. Una persona puede
creer que los planetas siguen una órbita trazada por los dioses y, otra,
entender que actúan fuerzas gravitacionales, pero ambas han debido constatar la
presencia de esos cuerpos celestes y su movimiento. Para nosotros, es posible
que este asunto se presente un tanto apartado de las prioridades cotidianas,
pero antes no sucedía así.
La cosmogonía de las antiguas
sociedades amazighes de Canarias, el pensamiento mítico
relativo a la formación del universo y la vida, estaba estrechamente
vinculada a la conquista, organización y reproducción de la subsistencia. La
naturaleza y el tiempo (cronológico) facilitaban recursos, escenarios y modelos
para la composición de esa estrategia. Pero no se concebían como simples
ingredientes de una realidad exterior al ser humano. Todo lo contrario, el
sujeto y la sociedad se entendían como otra manifestación de la naturaleza, de
ahí la necesidad de descifrar las regularidades físicas y guardar ciertos
equilibrios con ella.
El conocimiento de los ciclos de la vida
permitió consolidar el proceso de humanización. Bien cuando deambulaba
por las tierras que iban fertilizando las lluvias o bien cuando se asentó
porque sabía que las aguas del cielo volverían al mismo lugar en ciertas épocas
del año, el ser humano aprendió a leer en las estrellas una información
relevante para su existencia. Observó, calculó y programó su destino, hasta
donde le fue posible. Los antiguos isleños no constituyeron una excepción.
Cierto que la estampa más popularizada roza todavía un primitivismo entre
bucólico y salvaje, pero las investigaciones históricas no se detienen y cada
día nos revelan algo más de las complejas facciones de aquel pasado insular.
Aquí, en números sucesivos, abordaremos los
aspectos más significativos de esa cosmogonía insular. Divinidades, mitos,
estrellas, toda la gama de recursos que fueron conjugados para aprehender la
realidad y vivir provechosamente en ella. Lo haremos, como de costumbre, a
través sobre todo del caudal léxico que transmiten las fuentes escritas, pero
siempre con mucha cautela: la carga ideológica de los colonizadores
europeos no se manifiesta sólo en la interpretación que trasladan a los textos,
sino que pudo impregnar también algunas costumbres isleñas. Es preciso
recordar que la acción evangelizadora en las Islas es anterior a la ocupación
militar y no resulta fácil detectar todas las contaminaciones. Por eso nos
centraremos en el vocabulario amazighe, que, mejor o peor transcrito
por los cronistas, contiene expresiones originales.
Autor:
Ignacio Reyes En: Revista Mundo Guanche.
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