Dr. Carlos Raitzin
Hablar de religión supone necesariamente
efectuar un distingo claro, taxativo y terminante entre dos aspectos de la vida
religiosa muy claramente diferenciados y opuestos entre si. El primero hace a la adoración de
Dios y al mejoramiento del ser humano por medio de la práctica religiosa. Esta
se lleva a cabo en si misma y por si misma y merece todo el encomio en tanto la
intolerancia no se halle presente.
Pero cuando la religión se torna el pretexto
para dar rienda suelta a la vorágine de la ignorancia, el fanatismo y la
superstición o cuando el individuo religioso, por serlo, pretende tener derecho
a la intolerancia y a la separatividad, cuando la fe se transforma solo en la
pantalla que encubre ansias de poder y de riqueza, digamos sin rodeos
que ese tipo de religión es despreciable, lo mismo que cuando la religión lleva
a suponer que un determinado grupo humano es superior a los demás o bien que es
dueño de la verdad o que es el preferido por Dios.
Naturalmente el segundo grupo de personas
religiosas es, por desgracia, muchísimo más numeroso que el primero, y resulta
en definitiva en la práctica que las religiones organizadas no unen a
los hombres con Dios como debieran sino solamente entre sí y en contra de otros
grupos humanos.
A esta altura de la historia humana es
menester comprender que, creamos lo que creamos, eso no nos hace avanzar ni un
milímetro hacia la Meta
Suprema de la existencia humana.
Creer no es saber y la humanidad debe
comprender por fin que si cada uno tiene derecho a creer u opinar lo que le
plazca otros tiene derecho a creer exactamente lo opuesto siempre que ambos no
causen daño con y por ello a los demás.
Por otro lado
quien sabe algo realmente no necesita creerlo. El saber está más allá de
cualquier creencia y, lo que es más grave, el que dice creer está confesando
que en realidad ignora. Creencia e ignorancia son hermanas inseparables y en
suma cree el que no ha alcanzado el conocimiento positivo y cierto de ese algo
en que cree.
Hoy, al abordar un tema tan intrincado y
apasionante como es del "Enigma Sagrado", no cabe duda que cometo una
doble temeridad. En primer lugar, es temerario el abordar una cuestión de este
género pues se corre el riesgo de
provocar los desbordes de los fanáticos y los intolerantes. La segunda osadía
es pretender abarcar un tema tan vasto y que ha merecido se le dedicaran tantos
libros y tantos artículos en una sola conferencia. Por ello es que nos centraremos
en los aspectos esenciales del asunto aportando de paso hechos nuevos que
resultan de marcado interés y remitiendo a la copiosa bibliografía para mayores
detalles.
Solo le pido a los lectores analizar
conmigo estos problemas con una mentalidad amplia, flexible y universal.
Debería aquí, dado que católico significa
universal, pedirles una mentalidad católica, lo cual por supuesto no tiene nada
que ver con la sectaria Iglesia Romana.
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