La diosa que teje la vida y la cultura
Por Mailer Mattié
(Madrid. España)
Tiene mil
nombres
La figura de la Diosa universal surca la historia de la
humanidad, apareciendo en una cultura tras otra con diversas denominaciones y
representaciones. Designada creadora ancestral de todo lo que existe, otorgó al
mundo carácter sagrado. En el Neolítico fue la Gran Madre,
representada en pequeñas esculturas de mujeres embarazadas con grandes pechos,
como las halladas en Europa cuya antigüedad se remonta a 30 mil años antes de
nuestra era. Diosa de la fertilidad, llevaba en su vientre la vida y en sus
pechos la leche que al derramarse dio origen a la Vía Láctea. En algunas
figuras inclusive, su vientre semeja el cielo, señalado con círculos y puntos
como estrellas.
Reverenciada en Asia, Oriente Medio, América,
África y Europa, su culto ha acompañado el desarrollo de la civilización humana
en todas las latitudes. Fue la
Gran Dama del Laberinto de la edad de bronce, en la antigua
civilización minoica de la isla de Creta; la Diosa Tierra
prehelénica Gaia, la de los anchos pechos; fue Terra en el panteón romano y Eva
entre los hebreos. Para los sumerios fue Innana; entre los acadios, Kubaba e
Ishtar; en Babilonia fue Tiamat y para los fenicios fue Astarté. En África ha
sido Yemayá, la diosa yoruba y en Canarias Chaxiraxi, la madre del sol. Para
los hopi del Norte de América, la Mujer Araña, la que teje la vida y en Los Andes
es la Pachamama,
la madre tierra. En Venezuela es María Lionza, la antigua diosa arawak de los
pueblos prehispánicos caquetíos y jirajaras. En Grecia fue Afrodita y Artemisa
-Artume, para los etruscos-, diosas del amor y de la caza; fue Deméter, diosa
de la agricultura y Hera, diosa de las mujeres y del matrimonio. En antiguo
Egipto fue Hathor, diosa de la danza y de la música; Isis, la gran maga;
Sejmet, la soberana del desierto; Bastet, la diosa gata, protectora del hogar,
símbolo de la alegría de vivir y fue también Nut, la que parió a los dioses. En
la India, ha
sido Durga o la Mujer Negra
Kali y Annapurna, diosa de las cosechas, la que nutre al mundo. Fue Cibeles, la
diosa frigia, adorada desde el Neolítico en Anatolia, progenitora más tarde de
los dioses olímpicos. Fue Magna Mater, la Gran Madre romana; Diana, la diosa de la caza y
Venus, la diosa del amor. Es Kwuan Yin en el Lejano Oriente, la que escucha el
llanto del mundo y fue Jord, madre de Thor, entre los nórdicos. Para los celtas
de Irlanda fue Danu y Dôn para los galeses. En Lituania fue Gea-Zemé, hija del
sol y de la luna y para los maoríes es Papatuanuku, la Tierra, madre de los
dioses. En las antiguas culturas mexicanas fue Coatlicue o Tonantzin Tlalli, la
de la falda de serpientes. Ha sido Tara, la protectora del Tibet, principio
femenino de liberación; Mary, deidad que moraba en las montañas vascas; Brigid,
la diosa celta de la salud, la adivinación y la sabiduría y fue Tanit, la diosa
cartaginesa de la luna.
Siglos antes de Cristo, de hecho, la
civilización cartaginesa propagó el culto a Tanit -la Astarté fenicia- por el
Mediterráneo, sustituido más tarde por la mitología romana. Tanit fue tal vez
en España la Dama
de Elche -la Reina Mora-,
la escultura funeraria que se conserva en el Museo Arqueológico de Madrid. El
culto a Isis se difundió también por Europa, resistiendo la expansión del
cristianismo hasta que finalmente fue prohibido por Justiniano I en el año 535.
En París, por ejemplo, a comienzos del siglo XX, durante la construcción del
metro, se halló una figura de esta diosa y se conserva todavía un santuario muy
cerca de Notre Dame. Algunas hipótesis sugieren que la Isis egipcia, hija de Ra,
esposa de Osiris y madre de Horus, fue cristianizada durante la Edad Media entre los
siglos IX y XV, convertida en las enigmáticas Vírgenes Negras de las cuales se
conservan aún aproximadamente 500 en Europa y 100 sólo en España, entre tallas
auténticas y copias. Se les atribuye, además, vinculación con la Orden del Temple y con los
secretos de la alquimia, dado que originalmente al parecer estaban pintadas de
azul, blanco y rojo, los colores asociados a las sucesivas transformaciones de
la materia para obtener la piedra filosofal, el elixir de la vida. Entre las
que aún se veneran como imágenes cristianas están la Virgen del Pilar de
Zaragoza, patrona de España; la
Virgen de Monserrat en Cataluña; la Virgen de Atocha en Madrid;
la Virgen de
Regla en Chipiona, Andalucía; la
Virgen de La
Candelaria en Tenerife y la Virgen de Guadalupe en Cáceres.El fervor a la Virgen de Regla se trasladó
a Cuba tras la colonización, aunque fue asimilada allí al culto africano de
santería como Yemayá, madre de Changó y de todos los Orishas. En otras regiones
de Europa perdura asimismo la veneración a las imágenes negras: la Virgen de Einsiedeln en
Suiza, la de Altötting en Alemania, la de Loreto en Italia, la de Marija
Bystrica en Croacia, la magnífica iconografía de la Czestochowa en
Polonia, la Virgen
de Svata Hora en la
República Checa, la de la Puerta del Rocío en Vilnius, Lituania, y en
Francia las Vírgenes de Le Puy y de Rocamadour.
Tiene mil formas
Carlos Gustavo Jung sugirió que la Diosa, como madre
arquetípica, formaba parte del inconsciente colectivo de la humanidad. Ha sido
representada, en efecto, de muchas maneras en piedra, arcilla, madera y
pinturas desde el comienzo de los tiempos. En su universalidad, ha perdurado en
la imaginación social como diosa de los animales, de la agricultura, de los
árboles, de la salud, del amor y la sexualidad, de la fecundidad, de la
sabiduría, del cielo, de la tierra y como compañera y guía de los difuntos en
el viaje de la muerte. Sus más primitivas representaciones remiten no sólo a
las figuras de grandes pechos y vientre cubierto de estrellas. La luna fue
también representación original de la diosa; los celtas la simbolizaron, por
ejemplo, en una figura de tres lunas entrelazadas. La imagen de la luna
creciente, además, aparece en varias de las esculturas negras, como en la Virgen de La Candelaria y en la Virgen de Regla. Primeros
símbolos de la Diosa
fueron también los pilares de piedra y algunos árboles y animales sagrados; se
supone, inclusive, que los menhires fueron santuarios dedicados a su culto. En
Egipto, Sejmet era una diosa con cabeza de leona y Hathor una diosa con cabeza
de vaca. Bastet fue representada a su vez con cabeza de gata o como el mismo
animal sentado sobre sus patas traseras, con el cuello adornado por un gran
collar y el Ra Men Kepher, el escarabajo sagrado que encarnaba la
transformación constante de la vida. Las imágenes de Isis, por su parte, la
muestran de color dorado, con el disco solar en su cabeza y cuernos que
semejaban la luna; también con alas de milano simbolizando la maternidad y como
diosa negra guiando por el Nilo la barca funeraria del dios Osiris. Para los
celtas, Brigid era la diosa cisne y en Australia se adoraba a la diosa canguro.
Lo cierto es que las primitivas representaciones
derivaron en pinturas y en esculturas y su culto, antes en cuevas y otros
lugares naturales a modo de santuarios, fue llevado al templo, cada vez más
regio. La Virgen
del Pilar de Zaragoza ejemplifica muy bien esta evolución. La leyenda cuenta
que sobre un pilar de piedra encontró en el año 40 el Apóstol Santiago a la Virgen, una diosa pagana
hoy desaparecida que se veneraba en el mismo lugar donde se edificó la actual
Basílica. La talla de 40 cm. y color negro que la sustituyó se atribuye al
escultor español Juan de la
Huerta, realizada en el siglo XV. El pilar se conserva en la Iglesia, curiosamente como
objeto sagrado de piadosa reverencia.
Testimonio de un ideal
La histórica presencia de la Diosa Madre expresa
indudablemente la manifestación religiosa de un ideal que, transmutado en
sentimiento de espiritualidad, orientaba todas las actividades humanas.
Rememora, en efecto, el enorme esfuerzo cultural realizado por la humanidad
durante milenios, destinado a proteger la vida y el entorno que la sustenta.
Esfuerzo que había logrado alcanzar sabiamente la categoría de paradigma
universal, hoy sepultado bajo los escombros que han dejado el desarrollo y el
crecimiento industrial. La Diosa
encarnaba la permanencia y continuación de un mundo entendido en su
complementariedad que exigía, por tanto, el reconocimiento de la reciprocidad y
la práctica de la cooperación comunitaria. Su culto constituía, sin más, la
reiteración constante de una firme advertencia: la vida es vulnerable y también
las relaciones que la sostienen. Remite su significado, pues, no sólo al testimonio
de una generalizada percepción del mundo; también a la enorme responsabilidad
que nos compete en su mantenimiento. Fue concebida como la gran aliada de las
aspiraciones humanas; reverenciada, en realidad, para que no olvidara
recordarnos siempre las verdaderas cosas que importan. Evoca, en fin, muchas de
las grandes pérdidas de la civilización contemporánea, prisionera de la
economía, de la violencia y del monopolio de las religiones patriarcales que
subordinan y ocultan principios culturales fundamentales. El Homo
Oeconomicus, sin duda, ha convertido al Homo Sapiens en una
peligrosa especie, trastornada por la ausencia de límites; convencida,
erróneamente, de que sus necesidades y sus deseos son infinitos y pueden ser
satisfechos sin riesgo. Aquello que se tuvo por sagrado ha sido reducido a su
mínima expresión, encarcelado en los gruesos muros del templo. Todo lo demás,
fuera, puede ser saqueado y destruido hasta su extinción.
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