La muerte es el destino inevitable e inaplazable de todo ser humano. Una etapa en la vida de todos los seres vivos que constituye el horizonte natural del proceso vital.
La muerte es la culminación prevista de la vida,
aunque incierta en cuanto a cuándo y cómo ha de producirse; forma parte de
nosotros porque nos afecta y apena a quienes nos rodean. La actitud que
adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina en parte cómo vivimos y
como somos.
Los antiguos tenían todo un cuerpo de creencias,
tendentes en gran manera, a dar respuesta a esa partida al final de nuestro
camino vital. Entendían la vida como un acontecer de experiencias que “curtían”
el maxio (espíritu) para poder recuperar la esencia sagrada de la que todos
estamos erigidos y regresar al seno de la luz de Magec, teniendo que pulir esos
aspectos no resueltos, mediante la espera en el mundo de transición, para
volver a este plano antes de la partida definitiva a la luz creadora.
Los conceptos de “infierno” y “cielo” como hoy se
contemplan desde la óptica católica, no estaban en sus creencias; por el
contrario, cada individuo desde que nacía poseía un equilibrio entre los dos
aspectos positivo y negativo que eran responsables desde esa individualidad,
para construir a través de sus experiencias existenciales el acontecer de su
maxio a la hora del óbito del soporte físico.
No temían a la muerte con el concepto doloroso y
de final físico desde la que hoy se enfrenta este paso vital; lo que les hacia
apreciar y disfrutar de esta senda que llamamos vida.
PREPARACION
DEL CADAVER
Cuando alguien fallecía, se ponía en marcha los
mecanismos de creencias y técnicas mortuorias de la sociedad de los antiguos.
El cuerpo del difunto era puesto a la puerta de su morada y se esperaba a la
caída de la tarde (sol de los muertos) para hacer sonar el bucio con unos
inconfundibles toques cortos seguidos de uno largo y descendente.
Los habitantes de los auchones (unidad familiar
nativa) cercanos, al oír estos sonidos del bucio, les avisaba de que alguien
había emprendido el camino al “otro” lado.
Estos toques característicos de bucio eran la
llamada para que los Iboibos (apartados), los individuos que se encargaban de
preparar al difunto para su enterramiento, vinieran a recoger el cuerpo,
guiados por la gran hoguera que se hacía en los alrededores de la morada del
fallecido.
Si la fallecida era una mujer, las mujeres
Iboibos se encargarían del tratamiento y conservación del cadáver; si por el
contrario era un hombre, los varones de esta casta serian los encargados del
cuerpo.
Siempre en absoluto silencio, pues su condición
de impuros por tener trato con los cadáveres les hacía intocables por los demás
ciudadanos a los que nunca les dirigían la palabra, se encaminaban al hogar del
difunto con sus gánigos de madera donde llevaban los ingredientes para sus
operaciones. Tan intocables era su condición que podían pasar de una comarca a
otra sin que nadie se lo impidiera, aunque fuera en tiempos de guerra. Se le
distinguía por su tamarca blanca que les llegaba hasta los pies, además de
llevar la cara y los brazos pintados también de blanco.
Llegados a las inmediaciones del auchon del
muerto, los concurrentes que se habían desplazado al lugar empiezan a
increparlos con gritos y amagos de tirarles piedras, mientras otros lloran
desconsoladamente.
Todo obedece a un ritual encaminado a
congratularse con el extinto, a través de las muestras de dolor y llanto
desconsolado, pues para los antiguos, el espíritu del muerto permanecería entre
los vivos durante diez días después del óbito, motivo por lo que se hacían
estas exageradas escenas de dolor.
Dos de los Iboibos, sacan al muerto atado con
fuertes correas de piel a todo su cuerpo para que no perdiera la posición de
decúbito supino, para ser llevado hasta el lugar donde se le prepararía sus
restos, mientras un tercero recoge brasas de la hoguera que serán utilizadas en
los preparativos.
La duración en las preparaciones del cadáver
dependía del estatus social del individuo.
Para cada casta social se establecía una duración
de seis días para los achicasna (pastores y agricultores) y achicanay
(carniceros, apartados), nueve días para los chaureros (jefe de la unidad
familiar) y clanes sacerdotales, que eran los primeros y segundos estratos
sociales. En el caso del estrato superior en la sociedad de los antiguos eran
de quince días para los achiquitixos (familia del Mencey) y el Mencey (jefe
comarcal).
En el caso de los achicasna y achicanay, la
preparación del cuerpo se reducía a la decarnación mecánica del cadáver,
mediante la separación de la carne hasta dejar los huesos limpios o la
decarnación natural que consistía en dejar el cuerpo desnudo en un punto
destinado al efecto, para que las aves carroñeras como cuervos y guirres se sirvieran
del difunto hasta dejarlo en estado esquelético.
Para el caso de los chaureros, clanes
sacerdotales, achiquitxos y Mencey la manipulación común de los restos era el
mirlado, que consistía en la desecación del cadáver. En esta circunstancia,
también contaba el poder “económico” del difunto que daba como resultado la
distinción de la momia a la hora de la minuciosidad en las preparaciones para
conservar el cuerpo y de la calidad de las pieles que se utilizarían para
envolverlo.
La preparación de los cadáveres las castas
pudientes, los Iboibos empezarían extrayéndole las vísceras abdominales o en
otros casos dejándoselas, para lavar después el cuerpo con agua salada donde
previamente se habían cocido frutos de mocán y leche de cardón. Después se le
llenaría el abdomen con almagre, cenizas de corteza de pino, piedra pómez y
manteca de ganado, para posteriormente ponerlo colgando encima de un hueco tan
largo como el difunto y de unos veinte centímetros de profundidad.
Este hueco se colmaría con una capa de callados
de mar, brasas, troncos secos de tabaiba dulce y culminada por una fina capa de
picón. Ahí se le tendría, noche y día, dándole vueltas para que la acción de
las brasas y el humo desecaran por completo el cadáver. Cuando el cuerpo estaba
convenientemente enjuto, se embadurnaba el cuerpo con cebo de cabra hervido con
resina de pino que le conferían un aspecto “achocolatado” y se le envolvía en
finas pieles de cabra, tantas como pudiera permitirse la familia del difunto;
la tradición oral cuenta, que el cuerpo mirlado del Mencey Benchomo, fue
envuelto con nueve capas de finas pieles de baifo de color rojizo y negro, algo
que nos da una idea de la importancia social del difunto Mencey.
El lugar donde se realizaban estas manipulaciones
siempre estaba fuertemente vigilado por guerreros que custodiaban el entorno de
miradas indiscretas. A la terminación de estas operaciones, los Iboibos
regresaban con el cuerpo del fallecido ya convertido en un chajajo (cuerpo
momificado) al auchon del difunto. Al llegar hasta el mismo, tendrían idéntico
recibimiento que en días pasados.
Siempre en silencio y sin inmutarse a lo que
sucedía a su alrededor, depositaban el cadáver al lado de la hoguera y, como
habían llegado, se iban.
CEREMONIAS
DE ENTERRAMIENTO
El día designado para depositar los restos del
fallecido en el lugar establecido, normalmente, una cueva donde reposaban
familiares del difunto en el caso de las altas de la sociedad o enterramientos
colectivos en para las más bajas. Las gentes que habían acompañado a la familia
del difunto en el lugar, continuaban con las muestras de condolencia hacia el
finado. Un canco (sacerdote del culto a Magec) guía los pasos del ritual. Antes
de emprender el camino hasta el lugar de enterramiento, cada uno de los
asistentes saltaba por encima del mirlado o los huesos del difunto, tres veces,
mientras mentalmente dedicaban palabras de elogio al fallecido, con la
intención de que no se enojara su maxio y evitar que el mismo se les pegara a
su campo energético causándole todo tipo de afecciones físicas y espirituales.
Cuando se emprendía en camino al enterramiento,
los familiares se colocaban detrás de los restos del fallecido. En el caso de
las castas sociales más bajas su manifestación de respeto hacia el difunto
consistía en pintarse la cara y palmas de las manos de color blanco, ir
descalzos y mirar constantemente al suelo durante todo el trayecto. Las castas
más altas, se alborotaban el cabello haciendo que les tapara la cara, también
se descalzaban y miraban al suelo.
Cuando se llegaba al lugar de inhumación, los
asistentes dedicaban una oración colectiva de despedida, y se marchaban del
paraje quedando únicamente el canco y los familiares del muerto.
Depositado ya en la cavidad el chajajo, se
solicitaba la presencia de un Samarin (hombre de poder) que tenía la capacidad
de conectar con el maxio del difunto para guiarle en su paso al mundo del Luyet
(mas allá) el mundo de transición donde iban los maxios de los desencarnados a
esperar su vuelta a este plano existencial o partir definitivamente al seno de
la luz de Magec; la característica del Luyet era un mundo semejante al plano
físico de donde partió el espíritu del difunto, con la diferencia de que todo
tenía una suave tonalidad anaranjada, y que los antiguos vislumbraban al amanecer
y atardecer de los días.
Mediante un cantico y el humo, producto de la
quema de tomillo salvaje mezclado con grasa de ganado, se iba recitando los
pasos que el difunto debía dar para transitar al otro lado. Después de que el
Samarin certificaba la marcha del espíritu al otro lado, se tapiaba la entrada
del enterramiento y se daba por concluido el funeral.
Cuando acontecía que el maxio no quería pasar al
otro lado, en la mayoría de los casos por deuda con algún vivo, el Samarin
permanecía varios días en la entrada de la tumba pugnando para convencer al
maxio de su empeño en permanecer en este plano de la existencia y evitar que
las entidades de baja energía espiritual del abesan (oscuro) hicieran presa de
él, convirtiéndolo irremediablemente en una entidad maléfica, que causaría
daños y enfermedades a la comunidad en cosechas, ganado incluso a los vivos.
Esta batalla entre el Samarin y el maxio del
difunto, terminaba con la salida del trance del Samarin y entre las señales
físicas de este triunfo estaba el crecimiento anómalo de las uñas del hombre de
poder.
CREENCIAS
Y CELEBRACIONES EN LOS ESPIRITUS ANCESTRALES
Pasado un año de la partida del maxio al Luyet,
los familiares se interesaban por la estancia en el otro lado del espíritu del
fallecido y por las inquietudes que este pudiera tener por los que dejo en este
plano existencial.
En el caso del fallecimiento acaecido a un
Mencey, se organizaba una ceremonia celebrada por toda la comarca tendente a
informar al espíritu del antiguo jefe, los progresos de la comunidad bajo el
mando del nuevo Mencey y recibir consejo del fallecido en distintos aspectos
que afectaran a la comarca.
Se convocaba a los miembros jóvenes de la comarca
a partir de los catorce años a presentarse voluntarios para llevar el mensaje
de la comarca al Luyet. Este acontecimiento, por lo general y salvo indicación
contraria del Guañameña (consejero espiritual del Mencey) era aprovechada por
los jóvenes de las castas más bajas para, mediante el suicidio ritual que le
acontecería, obtener la nobleza inmediata de toda su familia por su gesto con
la comarca.
En un lugar, destinado exclusivamente a esta
ceremonia, en lo alto de un promontorio el muchacho elegido, con la frente
pintada con cuatro puntos rojos y uno negro, se arrojaba al vacio portando el
paquete intestinal que se había conservado desde el día que se había mirlado al
Mencey, envuelto en un cesto confeccionado con mimbres después de haber
recibido los mensajes que su espíritu debía llevar al maxio del jefe muerto.
Las respuestas eran obtenidas después de una
luna, en un rito llevado a cabo por el Guadameña y tres Samarines.
Las castas más bajas y la nobleza, obtenía
también este tipo de comunicación con el más allá por medio de otras
celebraciones ritualisticas.
El Ajunte (mensaje) celebrada justo antes de la
festividad del Beñesmer (ajuste de los ciclos). Conformado en dos partes, ese
día, los familiares acudían a los lugares de enterramiento de sus difuntos,
para llevar comida y darle los mensajes sobre los acontecimientos que habían ocurrido
después de la partida del fallecido.
Por la noche se reunían en ciertas playas que
recibían el nombre de bayuyos (recibimiento). Se comía y se contaba anécdotas
del difunto en vida, para ya entrada la noche, acostarse a dormir pues se creía
que los espiritus vendrían por el mar en forma de brumas o nubecillas y a
través de los sueños, trasmitirían las respuestas que habían sido hechas en los
lugares de enterramiento.
Estas creencias y costumbres funerarias
conservadas en la oralidad de los mayores de nuestros campos, en algunos
aspectos, siguieron realizándose hasta los años cuarenta del pasado siglo y
perseguidas en muchos casos por las autoridades eclesiásticas que veían
practicas paganas en muchas de ellas, cayendo en desuso por las nuevas prácticas
llevadas a cabo socialmente en lo que concierne a los funerales después de
producirse el óbito de una persona. (Publicado por Crónicas del
Guirre)
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