Entre
las prácticas culturales desplegadas por los antiguos isleños, tal vez la
religión es la que exige un tratamiento más prudente. No sólo porque disponemos
de una información muy parcial, suministrada por los colonizadores europeos
(sacerdotes, viajeros, soldados, etc.). También hay que considerar la
influencia de la actividad evangelizadora, que antecedió incluso a las
operaciones militares. Por tanto, el volumen de adherencias extrañas que pueden
presentar los datos imprime una seria amenaza de distorsión.
Como
otras manifestaciones sociales (la moral o el arte, por ejemplo), el hecho
religioso refleja determinadas circunstancias vitales de la comunidad.
Simboliza necesidades, valores y relaciones, pero también contribuye a pautar
una concreta organización de la sociedad. Podríamos decir que cristaliza y
proyecta, en términos ideológicos, las condiciones de existencia natural y
social del grupo. En consecuencia, cualquier actuación en ese ámbito adquiría
una dimensión estratégica.
Los
silencios, las contradicciones e, inclusive, las interpretaciones torcidas que,
por momentos, ocupan el relato europeo también informan acerca de aquella
identidad. Pocas veces la investigación histórica dispone de testimonios
enteramente fidedignos, por lo que debe mensurar la entidad de las pruebas.
Esto no sólo afecta a la autenticidad de la fuente, sino a la capacidad de sus
contenidos para dialogar con la realidad que se explora. En ese trayecto, entre
el objeto real y el objeto de estudio, opera el método científico.
Como
ya señaló el Dr. Antonio Tejera Gaspar (1988), para la definición de aquel
imaginario mágico-religioso es preciso escrutar tres planos estrechamente
unidos. De una parte, el mundo cognitivo, armado sobre la experiencia y el
lenguaje. De otro lado, la configuración insular de la sociedad y su cultura.
Pero, además, sin olvidar el substrato paleoamazighe
que conecta las formaciones isleñas con los pueblos prerromanos del África
septentrional.
En
esa tarea y con estas premisas, los estudios etnolingüísticos aportan algo más
que un límite contextual al discurso elaborado por los cronistas. Las palabras
nutren la consciencia, denotan y, a su vez, socializan una determinada relación
de los seres humanos con su entorno. A través de ellas tejemos nuestro
conocimiento, social e históricamente concreto, del mundo real y del que crea
la cultura.
Los
antiguos isleños, como otros pueblos amazighes
y camitas, concebían una divinidad creadora difundida en la naturaleza. Tanto
la sacralización del 'firmamento' (Aqqoran),
la 'lluvia' (Ashuhukanak) o los
'relámpagos' (Ashshaman) como la de
algunos animales (Hukhanshash) o
roques (Idaf), muestran sólo
manifestaciones y atributos de una causa o ser supremo (Wayyagheragh, Ashuwayyu, etc.) que integra y sostiene esa realidad.
O tal es, cuanto menos, la versión que postulan las clases dominantes. Al decir
del historiador portugués Gomes Eanes da Zurara (1451), «estos nobles saben su
creencia, de lo cual los otros no saben nada, sino dicen que creen en aquello
que creen sus nobles».
Un
recurso frecuente en la implantación de las ideologías religiosas ha sido la
absorción de cultos nativos. Los griegos, por ejemplo, dedicaron al dios Pan,
protector de los rebaños y pastores, la antigua celebración del solsticio de
invierno. Posteriormente, el cristianismo instaló la Navidad de su dios en el
natalicio de esa divinidad helena. Como también domicilió la tumba del apóstol
Santiago sobre el finis terrae
clásico, impregnando de intereses evangélicos, mercantiles y políticos la
inmemorial peregrinación hacia el límite occidental del mundo conocido, la
última frontera que guardaba los arcanos del misterioso declive solar.
Las
misiones cristianas en Canarias, cuya actividad allanó considerablemente el proceso
de conquista y colonización de las Islas, aplicaron un procedimiento similar.
Las creencias isleñas no oponían
conceptos o devociones indigeribles. El fundamento astral y naturalista de su
religión, que aparecía gobernada por una potencia creadora, ofrecía incluso
elementos suficientes para inducir un sincretismo nada traumático.
La
estrategia desplegada por los frailes minoritas en el Archipiélago tomó esa
dirección. La institución de cultos marianos asociados al pino, en Teror (Terûghe, 'La Dorada o Rojiza'), o a la
estrella Canopo, en Candelaria, tal y como revelan los estudios del Dr. José
Barrios García (1997), proporcionan ejemplos muy concretos. De esta manera, a
través de la apropiación de las principales referencias que componían la
cosmogonía isleña, preparan la asimilación del modelo social y cultural
vinculado a la colonización.
Pero
la parcialidad de las fuentes etnohistóricas condiciona cualquier análisis de
la religión insular, distorsionada además por el largo período de convivencia
con las costumbres y el ideario europeo. Un problema que la comparación con las
sociedades amazighes continentales
tampoco termina de salvar, debido a la escasa información disponible en torno a
los cultos preislámicos practicados por estas comunidades. En consecuencia, no
resulta fácil discriminar con exactitud los ingredientes que identificaron el
acervo isleño.
En
Tenerife, esa dilución religiosa tuvo en la adoración a la Virgen de Candelaria su
factor más dinámico. Aparte del esmerado simbolismo que se imprime a la imagen,
los escenarios y las circunstancias que rodean su introducción también fueron
elegidos con cuidado.
El
hallazgo se produce en la comarca de Güímar (Wemmar, 'El Paso'), una de las nueve demarcaciones que conformaban
el mapa político de la isla. Aunque, en realidad, esa fragmentación se vertebra
en torno a dos grandes coaliciones, que parecen definidas por su ascendencia
tribal o dialectal. Frente a la hegemonía de la potente liga del Norte, que
dirige el bando de Taoro (Ddaw-aru,
'Vega'), Güímar reúne a las entidades del Sur (con la tardía inclusión de
Anaga). Estos bandos sureños, donde habían centrado su actividad las misiones
franciscanas, terminarán por establecer tratados de paz con los conquistadores.
Según
el informe que recoge el dominico alcalaíno Alonso de Espinosa (1594), unos
pastores encuentran la figura, «en pie sobre una peña», cuando conducían su
ganado por cierta playa. Más tarde, el poeta Antonio de Viana (1604) se refiere
a ese lugar como Chimisay (Tymsay,
'súplicas'), pronunciado con la típica realización paladial que adopta a menudo
la consonante dental (t = ch) en Tenerife. Un topónimo cuyo análisis
lingüístico indica que pudo tratarse de un 'rogatorio', aunque es posible que
recibiera el nombre tras estos acontecimientos.
Tenida
por «alguna cosa sobrenatural», los isleños trasladaron la figura a la cueva de
Chinguaro (Ti-n-gwar, '(lugar) de
residencia o reunión'), en «las moradas» del mencey (menzy, 'principal'). Inmediatamente, éste cursó aviso al resto de
los jefes insulares y, en particular, al poderoso señor de Taoro, al que
propone compartir por semestres la posesión de la imagen.
La
vela que porta la efigie y su descripción como una «estrella celestial» hacían
de Candelaria el nombre más adecuado, especialmente para representar a la
«Madre del Sol» o la «madre del sustentador del mundo». En concreto, las
expresiones insulares utilizadas fueron: «Chaxiraxi» (Taghiragh, 'la que carga el firmamento') y «achmayex, guayaxerax,
achoron, achaman» (at may-s
wayya-aghir-agh, Aqqoran, Ashshaman, 'he aquí la madre del espíritu que
sostiene el mundo, el Celestial, el Rayo').
Esa
fórmula nominal, «Chaxiraxi», no apunta una mera traducción de la idea cristiana.
'La que carga el firmamento' describe exactamente el valor que la tradición
norteafricana, no sólo amazighe sino
también camita, asigna a «la estrella del Sur», Canopo. Según la cosmogonía de
estos pueblos, el universo habría nacido de la explosión de ese astro, adoptado
como una de las principales referencias de su organización calendárica.
Atestigua
esta relación la coincidencia de la festividad mariana con el orto helíaco de
Canopo, asociado en la isla a las celebraciones por la luna de agosto o «beñesmer»
(wennasmer, 'el (tiempo) que termina,
consume o evapora'). Una identificación que, como sugiere el Dr. Barrios, se
refuerza ante el vínculo de las fiestas de febrero con el orto acrónico de la
estrella. Dos fechas que permitían establecer una perfecta división semestral
del calendario, aquella que el mencey de Güímar había ofrecido al de Taoro para
disponer de aquel símbolo celeste.
Gran
parte del conocimiento disponible acerca de la cultura amazighe del Archipiélago depende de la antigua documentación
europea. Su testimonio ilumina espacios desconocidos o complementa las propiedades
y el valor de otros vestigios, tanto materiales como lingüísticos o sociales en
general.
El
sesgo ideológico que impregna esas fuentes etnohistóricas se acentúa cuando
siquiera rozan aspectos religiosos. No se trata solamente de contaminaciones
descriptivas. Las crónicas coloniales intentan comprender una realidad distinta
y compleja, para lo que buscan acomodo a las manifestaciones nativas en la
cosmovisión cristiana. Pero, además, sus categorías de análisis tienden a
probar la conveniencia de la evangelización y a justificar la esclavitud de las
poblaciones paganas. Un vínculo muy sólido amalgama las ideas y el negocio,
debidamente custodiado por la razón política.
El
análisis del léxico insular que vierten las fuentes europeas penetra en esa composición,
ayudando a fijar tanto las referencias físicas o materiales como las
representaciones abstractas. Veamos algunos ejemplos concretos, ligados a la
caracterización de las fuerzas del mal o espíritus malignos.
El
caso más conocido tiene que ver con el volcán Teide, alguna vez designado
también Taraire. Según los informes, los isleños ubicaban allí el 'infierno',
denominado Echeide, residencia del 'demonio' Guayota. La evidente asimilación
cristiana de los conceptos, ventilada además con algún defecto de
pronunciación, no facilita una compresión cabal de las ideas originales. Pero
la etimología de las voces proporciona ciertos antecedentes de interés.
En
primer lugar, conviene aclarar que Teide y Echeide, pese a su parecido
fonético, dibujan nociones diferentes. Tal y como observó el Sr. Antonio
Cubillo Ferreira (1983), la voz Echeide deriva del verbo eshshed, 'ser maligno', con realización enfática de la consonante
dental en el dialecto tahaggart del
Sahara argelino. En cambio, Teide procede de
te-ydi-t, 'perra', un simple
substantivo femenino que con frecuencia toma, como aquí, valor peyorativo. En
esta idea insiste el otro nombre del volcán, Taraire (< tarayr), de nuevo un substantivo femenino referido esta vez a la
'ogresa', monstruo imaginario que menudea en los cuentos amazighes.
A
partir de estos datos, sólo se puede coincidir con la opinión manifestada por
el Dr. Juan Bethencourt Alfonso (1880), en el sentido de considerar el Teide
como una puerta o acceso, tal vez el principal pero no el único, que conectaba
con el mundo subterráneo donde habitaban las fuerzas maléficas. Unas entidades
perversas que aprovechaban las oquedades del terreno (grietas, grutas, etc.),
tenidas por enlaces naturales entre ambos niveles, para llegar hasta la superficie
y perjudicar a los seres humanos. Es el caso de Guayota (< wa-yewta, 'el destructor'), en clara
alusión a la actividad volcánica del lugar.
Ogros y visiones malignas, por
lo común asociadas a perros u otros animales asilvestrados, alentaron también
en el resto de las islas. En La
Gomera o en La
Palma , por ejemplo, se creía en los yrguanes o yruene, los
populares iregwan o 'espíritus
maléficos' que todavía recuerdan los cuentos amazighes. En Gran Canaria, por el contrario, se concibió una
creación insular. Sus 'apariciones malignas' recibieron el título de tibicenas
(< te-bishshen-ah, 'malvadas,
peligrosas'), un adjetivo femenino cuya etimología remite al color 'negro'. La
relación no es insólita, pues abundan en las hablas continentales los nombres
de objetos y situaciones nocivas derivados de este color, aunque el temor a su
influjo deforme a veces la dicción.
Dr. Ignacio Reyes Garía
[Publicado
en el periódico El Día, 27 de junio
de 2001].
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