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martes, 25 de agosto de 2015

DIOSA MADRE



DC

SUMARIO: I. La condición humana, matriz de símbolos.—II. Las figuras femeninas y maternas en las religiones.—III. Una Diosa-Madre en el trasfondo de la religión de Israel.—IV. El Padre materno.—V. Lo femenino y el misterio trinitario.

I. La condición humana matriz de símbolos
En decenios cercanos hemos conocido la problematización de la propia palabra Dios para representar una realidad que escapa a toda comprensión'. En años más recientes, en el ambiente de la exégesis y de la teología donde han tenido entrada algunas interpelaciones del feminismo, se ha replanteado la pregunta por el prevalecer, casi exclusivo, de una imagen masculina de Dios al menos en las tres grandes religiones que tienen arraigo en Occidente. La sospecha de que el predominio prolongado de una estructura y mentalidad patriarcales ha incidido en esa unilateral representación de lo divino acompaña al interés por las figuraciones y rasgos femeninos que, como veremos, han tenido larga vigencia en la historia de las religiones y nunca han estado del todo ausentes en la misma tradición judeo-cristiana.
Al mismo tiempo, el recurso a unas representaciones y a un leguaje más abiertos, y desde luego no limitados por el género, aparece como el menos inadecuado para dar cuenta hoy de un Dios siempre mayor, siempre inagotable e inalcanzable, pero a la vez cercano e inmamente en su transcendencia. Así el rescate de rasgos femeninos en las representaciones de Dios, lejos de postular una sexualización a la inversa, un retorno a lo femenino con expectativas que no resisten a la crítica y que correrían el riesgo de caer en una regresión, aparece como un intento de afirmar "la humilde proximidad de ese Dios para con la humanidad compuesta de hombres y mujeres". Traduce la convicción de que "en Dios que trasciende al hombre y a la mujer, lo masculino y lo femenino, englobándolos, la lucha de los sexos podrá al fin conocer un apaciguamiento".
La fenomenología y la historia de las religiones muestran que la condición humana, en la complejidad de su experiencia, en su existencia sexuada, constituye una "matriz de símbolos" (Meslin), por lo que la bipolaridad sexual con sus múltiples potencialidades y capacidades expresivas ha jugado un papel decisivo en la esfera de lo simbólico. De ahí que resulte esperable que lo femenino y las vivencias que con la mujer se relacionan hayan servido de mediación para expresar la relación fundamental que los humanos viven con lo sagrado o misterioso. A su vez, la cristalización de lo femenino y sus valencias como símbolo de la divinidad refleja situaciones culturales diversas y etapas varias en la prehistoria e historia de las civilizaciones. Responde verosímilmente a las diversas formas de organización de la vida cotidiana y socialy también al modo de plantearse las relaciones interhumanas e intersexuales. Así, resulta aceptado que las figuras antropomórficas de la divinidad varían según se trate de civilizaciones de cazadores o de pastores nómadas, estructuradas patriarcalmente, o de culturas agrícolas en las que prima un mitologema arcaico y llamativamente extendido como veremos: el de la Diosa Madre Tierra.

II. Las figuras femeninas y maternas en las religiones
La historia del fenómeno religioso constata la extensión, prácticamente universal, de una figura femenina para representar la divinidad y sus varios atributos. Esta constatación provoca cierta extrañeza sobre todo si se la compara con la llamativa menor atención que lo femenino como configuración de lo divino ha recibido en largos siglos de desarrollo de la teología. Ocurre —y así se percibe en el planteamiento actual del feminismo, como en la propia teología— como si también en la historia de la tradición cristiana se hubiera producido un cierto silencio que reclama ser explicado y que está mereciendo atención.
En el nivel de los hallazgos arqueológicos es sobradamente conocida la abundante presencia de estatuillas cultuales y textos que afloran desde estratos remotos del pasado y que, a su modo, tienen confirmación en las mitologías que conservan nombres arcaicos de figuras femeninas. Se trata de pequeñas estatuas con rasgos anatómicos exagerados, impropiamente llamadas"venus", que se extienden por la Europa que va desde Polonia al Adriático y Egeo, llegando a regiones del Oriente próximo como Fenicia, Palestina y Mesopotamia.
El culto a una Diosa Madre, o Diosa Tierra, diosa de la fertilidad, madre y nutricia, aparece ampliamente documentado en períodos que abarcan el paleo, meso y calcolítico, y su presencia permanece en el trasfondo de teogonías y mitos hasta alcanzar con su influjo a figuras que tienen espacio conocido en panteones de época histórica. Mircea Eliade, entre otros, ha asociado esta divinidad materna con las culturas agrícolas del neolítico, atentas al ciclo anual de las estaciones, con ritos alusivos a los ciclos de la naturaleza y la fecundidad, en las que tiene cabida también la simbología del árbol que se renuevas. La relación de ese culto con el matriarcado fue señalada por J. J. Bachofen, si bien su teoría ha recibido ulteriormente críticas notables. Sin entrar en los términos de la hipótesis del matriarcado, tanto W. Schmidt como B. Malinowski y R. Pettazzoni han seguido vinculando ese culto a las culturas agrícolas en las que la Tierra asume el lugar del Ser supremo en cuanto que, como productora y madre nutricia para los humanos, se muestra principio último de la vida.
Desde otras perspectivas, la frecuencia y antigüedad del símbolo femenino-materno alusivo a la divinidad ha sido explicada por E. Jung y en su seguimiento por E. Neumann como el emerger esperable de una imagen primordial, arquetípica, que opera en la psique humanar que ha encontrado amplio despliegue en la mitología y en la expresión artística de todas las épocas. Un proto-símbolo, podríamos decir, que presenta también lados oscuros y valencias negativas que han recibido ulteriores concreciones en figuras y nombres conocidos en las mitologías y en la historia de las religiones, y que hoy mismo son advertidas por el psicoanálisis. Se trata de una figura que habita la memoria arcaica de la humanidad porque corresponde a la universal experiencia de nacer y depender del alimento, cuidado y protección de una madre. Tanto la plasticidad del símbolo, de la que la historia del arte da cuenta, como su capacidad de asociar los significados del nacer y ser alimentado con la religación y dependencia de una última fuente de vida, explican su arraigo y despliegue desde tiempos arcaicos.
A la figura de la Gran Madre responden las Matronas germanas y celtas, y de un culto a la Diosa Tierra se hallan abundantes noticias, incluso a través de ritos que perviven, en la América precolombina. También en un universo cultural bien distinto, en el extremo Oriente, y desde el prebudismo, se da lo femenino como una de las polaridades del tao. Y todavía dentro del mundo asiático, en el surco de la religión védica, se encuentran figuras femeninas que, como Shakti, acompañan como pareja a deidades masculinas como Shiva, y figuras como Kali, cargada de ambigüedad en su actitud y funciones respecto de los humanos. Esas figuras han sobrevivido en el hinduismo a la modificación impuesta por el predominio de los dioses indoeuropeos, de un modo semejante a como la lejana figura de una Diosa-Tierra pervive en la ulterior elaboración del panteón helénico. Se trataría, en ambos casos, de un principio originario que subsiste, pese a la imposición de otro igualmente radicado en el trasfondo de los tiempos y de la memoria colectiva: el masculino-paterno, dominante en el mundo religioso más cercano. De hecho, ritos hierogámicos vienen teniendo cabida en los rituales védicos.
La figura de la Diosa consorte, auténtico paredro de las divinidades masculinas en la religión de la India, o la esposa en otros panteones, muestran la necesidad de reunir las dos polaridades sexuales para expresar lo inagotable del Misterio. Todos los recursos del "vetusto lenguaje sexual simbólico" (Van der Leew) se hacen necesarios para referirse a lo pregnante del Misterio que excede y supera la misma bipolaridad sexual. Asimismo, lo femenino , y la figura del andrógino, reapareció en las corrientes gnósticas donde la mujer en relación con la divinidad debió tener un margen notorio, lo que explica, en parte, la reserva de los autores cristianos que se enfrentaron a la gnosis.
También en los estadios primitivos de la religión griega, como muestra la Teogonía de Hesiodo, Gea, una Diosa-Madre, engendradora de Urano en unión con el cual engendra a su vez a los Tritones, representa aquel remoto culto que, en formas varias, perdura y se hace presente en figuras como Hera de Argos y Artemisa de Lidia, así como en las de Démeter y Perséfone, asociadas a la vegetación y la fertilidad a partir de antiguos pueblos montaraces, cazadores o pastores, que llegan hasta los tiempos del panteón clásico. En éste, y en los estadios más conocidos, Atenea y Afrodita representan, bajo figuras de mujer, atributos y funciones no estrictamente femeninos. Resulta, por tanto, que el dominio de dioses indoeuropeos masculinos, que sobreviene con la invasión de pueblos cuyo recuerdo ha guardado una historia documentable y de cuyo dramatismo quedan señales en los relatos míticos y aun en la épica griega, no ha anulado del todo, pese a la potencia de Zeus, un dios celeste, el substrato de una extendida religión de la Diosa-Madre, terrestre y lunar, nutricia, protectora y maligna, según aquella ambigüedad a que nos hemos referido.
En regiones del Oriente medio la diosa Cibeles, que desde Frigia llega en un determinado momento al mundo romano, y Nut, madre de Isis (la esposa de Osiris) y madre de Horus, junto con la Inanna sumeria, la Isthar de Acadia y la Astarté de Canaán, son otras tantas personificaciones de un culto arraigado en el entorno y en los lugares mismos en que se asienta Israel. A él aluden en algunos momentos, polémicamente, los propios textos bíblicos. Entre éstos, aquellos lugares donde asoman vestigios de la figura de Asherat, una diosa cananea, presentan, como veremos, un especial interés por lo que significan en el proceso del monoteísmo yahvista.
Teniendo en cuenta las observaciones de autores como G. Widengren, V. Hernández Catalá, Th. Schipflinger , Fr. Heiler, O. Kern , M. Eliade y A. Di Nola, J. Martin Velasco da una interpretación de conjunto de las variadas formas en que lo femenino es simbólicamente elaborado: "Los mismos datos sugieren ya que la pretensión del hombre religioso al utilizar estas imágenes no es situar al Misterio en el reino de lofemenino o pensarlo como dotado exclusivamente de los rasgos de mujer (...) Esta lo representa, en efecto, como madre-virgen, esposa, hija, protectora del nacimiento y de la fecundidad, y Diosa de la muerte; como Diosa del amor y de la guerra. Como gran Diosa-madre, figura 'verdaderamente universal, "Diosa total", y como figura complementaria de figuras masculinas. En la misma dirección nos orienta el hecho de que con mucha frecuencia no aparezca de forma exclusiva, sino como figura que matiza una representación preferentamente paterna de lo divino, o como paredro de la figura masculina. Con todo —prosigue— el hecho de que prevalezcan entre sus nombres, figuras y funciones, los relativos a la maternidad, orienta a descubrir su sentido en la capacidad que contiene el símbolo materno de ofrecer una respuesta a la pregunta por el origen y de satisfacer la necesidad de protección, el anhelo de bondad y de amor que experimenta siempre el hombre".
La polivalencia del símbolo —que tiene relación con la tierra y la luna, y que apunta también a las aguas fecundas y aun a la noche, el terror y la oscuridad—, se traduce en su potente capacidad para apuntar al Misterio, fascinante y tremendo, como Origen. En este sentido, la figura de la Diosa-Madre resulta una figura imponente y prácticamente omnicomprensiva: una quae est omnia, al decir de algunos.

III. Una Diosa-Madre en el trasfondo de la religión israelita
Si el predominio indoeuropeo provocó la retracción —aunque pueda hablarse también de asimilación parcial—de las figuras femeninas de los antiguos panteones al imponer un patriarcalismo como forma social, el avance del monoteísmo hebreo en el cercano Oriente aparece relacionado con la prevalencia de un Dios celeste, la exaltación de la fuerza y la atribución de cualidades más nobles al varón. Y la progresiva afirmación de Yahvé como único en Israel conoció momentos de conflicto con antiguos cultos locales que se mostraron persistentes a juzgar por sus relativamente tardías reapariciones. Así, investigaciones recientes descubren cierta impronta de aquellos viejos cultos y divinidades en la misma religión yahvista.
En su estudio sobre la religión hebrea, R. Patai anotó hace unos decenios que algunas formas de representar a Yahvé en el judaísmo tardío podrían mostrar la absorción o fusión de aspectos femeninos de una antigua divinidad femenina. A su juicio la Sabiduría y la Shekinah, formas de hipostatizar la actuación y la presencia de Yahvé, serían lejanas reminiscencias de aquella divinidad que duran en el judaísmo hasta época tardía, sin entrar en conflicto con una tradición monoteísta centrada en Yahvé''
A su vez, M. Stone ha señalado la presencia en los territorios conquistados por Israel de una Diosa, atestiguada por los textos de Ugarit como Asherah y Anat, que Stone identifica con Astarté, si bien esta identificación ha merecido ulteriores discusiones. Esa figura, o los símbolos que le representan, rivalizan con Yahvé en pasajes como Jue 2,13 y 3, 7; 1 Sam 7, 3-4;1 Re 11,5.33; 15,13.18.19, lugares en los que se muestra que la antigua divinidad femenina reaparece y provoca la reacción del yahvismo aun en plena época monárquica.
Hallazgos arqueológicos de culturas extrabíblicas pero cercanas a Israel, como los de Kuntilet'Ajrud y los de Khirber el Qóm, son hoy puestos en relación con la figura de Asherah y su símbolo cultual, aserah /aserim, al que se refieren polémicamente varios lugares bíblicos. Así aquellos en los que los profetas Oseas y Jeremías urgen a la fidelidad al yahvismo (Os 2; Jer 7, 18; 44, 15-25). O algunos otros como 2 Re 21,7;23,4-715. Tales textos —como aquellos en los que se apoya la tesis de una asimilación por parte del yahvismo de dioses masculinos como El, del panteón cananeo— parecen responder a una laboriosa fidelidad mantenida al Dios de Israel que exigió la lucha contra la presencia ambigüa de una diosa en la religiosidad popular. Esta lucha resulta explicable si se tienen en cuenta, tanto la historia del asentamiento de los hebreos en la tierra, como la afirmación de la absoluta transcendencia de Yahvé, Dios único, que se distancia infinitamente de toda otra divinidad hasta negarla. Una transcendencia que se subraya incluso a través de la misteriosidad con que se rodea al Nombre.
IV. Un Padre materno o los rasgos femeninos en el Dios bíblico
Si de un culto a una Diosa se registran indicios en los tiempos bíblicos, la presencia de rasgos femeninos en la caracterización de Yahvé es documentable hasta en el judaísmo postbíblico, como hemos oído advertir a Patai. Así un término vigente en pleno monoteísmo yahvista es el de Sabiduría (hokmá), hipóstasis de la función creadora y reveladora de Dios que, como tal, aparece en múltiples lugares (Job, 28.12-27; Bar 3, 9-4; Prov 8, 23-31; Eclo 14, 20-27; Sab 7,12.27; 9,4). Resabios de una divinidad femenina pueden haber influido en la forja de esa imagen que perdura en el Logos neotestamentario. Rasgos femeninos subyacen también en otro término de raigambre bíblica como es Ruah que de su aleteo creador (Cf. Gén 1,2), pasa a designar el Espíritu en el NT y la tercera persona en la Trinidad divina. Y con caracteres femeninos se presentan a su vez la misericordia entrañable y la ternura conmmovida que los textos bíblicos atribuyen al Dios que se muestra compasivo, materno en sus cuidados y desvelos para con su pueblo (Cf. Jer 31, 20; Os 11, 1.4.8; 13; Is 49,15; 66, 13; Sal 116, 15)16. En otra serie de lugares importantes para la revelación del AT, misericordia y entrañas maternales (raham) se asocian a la paternidad de un Dios que es desbordadamente Padre siendo Padre maternal,"Padre materno".
Además, a propósito de la utilización bíblica de la imagen del padre, las observaciones convergen en que se trata de un uso cauteloso de esa simbología, que parecería sin embargo la menos inadecuada, a juzgar por lo universal de la presencia de la misma en otras religiones y su fácil documentación tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. De hecho, un estudio atento de los usos del término "padre" en la Biblia concluye con la impresión de una cierta austeridad que lleva a pensar en aquella preocupación por la transcendencia que antes señalábamos y que aleja de esta comprensión de lo paterno toda naturalización fácil. A este uso cuidadoso del símbolo se ha referido P. Ricoeur cuando ha hablado de un "grado cero" en la figura del padre aplicable al Dios bíblico cuya paternidad se distancia de la procreación natural y del parentesco. Y en un sentido complementario F. Raurell ha comentado esa cautela sobre la atribución de la paternidad señalando que "la reserva de los hebreos sobre la figura de Dios como Padre y su concepción absolutamente transexual de la paternidad divina nos invitan... a no cargar éste símbolo de rasgos únicamente masculinos'. De ahí que pueda notar tambien L. Armendáriz que "cuando se le llama padre no se le está diciendo varón (aunque la imaginación lo quiera), ni se está por ello negando su maternidad; se está afirmando que al origen y en el fundamento y meta de la realidad hay un Infinito todopoderoso y amante'.
En el NT el término griego patér referido a Dios aparece en múltiples lugares. Unos reflejan la invocación o la referencia puesta en boca del mismo Jesús: "(mi) Padre"; otras la designación, ante los discípulos:"vuestro Padre"; y un tercer grupo responde a una consideración de Dios como Padre o Padre de Jesús. En el NT, y en la peculiaridad del término Abba que los exegetas asignan al ámbito del lenguaje familiar, se vislumbra la experiencia filial de Jesús, experiencia única y propiamente suya, en la que asoman rasgos maternos como anteriormente lo hacían en algunos de los textos proféticos'. Y en Jesús, en su conducta y actitudes, se revela, incluso a través de la continuidad del lenguaje — el uso del término splágkhna es significativo y ha sido documentado cuidadosamente por H. Kóster— aquella misericordia entrañable del Padre materno. Como si la paternidad-maternidad del Padre encontrara una correspondencia en la que alguien ha llamado "la emoción visceral de Jesús ante el necesitado".
V. Lo femenino y la teología trinitaria
Es aceptado que en el NT existen formas de hablar triádicamente de Dios, a quien se desiga fundamental-mente como Padre. El Hijo, reconocido como Kyrios, y el Espíritu. Espíritu de Jesús, Espíritu del Padre, aparecen en diversos lugares, entre los que destaca el mandato misionero de Mt 23,19, relacionado con la liturgia bautismal. La presencia de una "simbólica trinitaria" (Duquoc), o de una "Trinidad narrada" (Forte), ya en este estadio de la confesión de fe, hizo posibles los symbolos. Y ofreció la base para el desarrollo de la doctrina trinitaria que utiliza los registros de la razón y la analogía para aproximarse al misterio confesado en las fórmulas de la fe.
Ahora bien, en la confesión de la Iglesia naciente se conjugan una con-ciencia trinitaria y una memoria del Dios de Israel que es el Padre del Señor Jesús y dador del Espíritu. Y a un intento de evitar la reducción del mysterium salutis que es el mysterium trinitatis quieren responder la discusión y las definiciones de los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), así como el símbolo resultante, que hamarcado la teología trinitaria ulterior. Pero tanto las fórmulas del símbolo niceno-constantinopolitano como la elaboración teológica en torno, y la que tuvo lugar en siglos más tardíos, parecen haber dejado más en la penumbra que los textos neotestamentarios la vertiente histórico salvífica, por otra parte inseparable de la especulación sobre la naturaleza y las personas de la Trinidad.
Además, no han faltado en estos años importantes llamadas de atención advirtiendo que en el proceso de elaboración de esa doctrina ha primado, al menos en Occidente, el horizonte filosófico del ser y el acento de la unidad, sobre la perspectiva de la historia de salvación. Lo que equivale a haber privilegiado la consideración de la Trinidad inmanente sin atender suficientemente a la dimensión económicosalvífica del misterio".
Y desde otros ángulos, entre los que se cuentan las aportaciones de una crítica feminista, se señala la necesidad de corregir una imagen masculina de Dios que ha derivado del lenguaje en que vino a expresarse el misterio trinitario, un lenguaje necesitado siempre de una difícil comprensión analógica. Esta crítica llama la atención acerca de lo que quieren significar en el ámbito de la teología del Dios Uno y Trino, y por tanto lejos de toda connotación de sexo y género, términos como Hijo, Verbo, Espíritu y Persona, al modo como hemos advertido al hablar de la paternidad-maternidad aplicadas a Dios. También en este sentido ha venido a formularse la pregunta por la relevancia teológica de la masculinidad de Jesús, innegable como factum histórico, pero que nopuede inadvertidamente trasladarse a la esfera del Dios trinitario donde carecería de sentido tal determinación".
En el contexto de esta preocupación puede situarse un intento de descubrir lo femenino en el ámbito de la persona y acción del Espíritu, intento que ha conocido importantes reservas críticas puesto que, si tanto el Padre como el Hijo en su incomprensibilidad superan la connotación sexual de cualquier término o símbolo, también el Espíritu ha ser concebido más allá de la tensión del género. No se trata, por tanto, de presentar al Espíritu asumiendo los rasgos femeninos de que estarían exentas las representaciones del Padre y del Hijo, sino que con más exactitud hay que reconocer , como ha señalado J. Y. Congar, que el Espíritu completa, interioriza y actualiza la acción del Padre y del Hijo ejerciendo por ello cierta "función maternal y femenina que pone el sello de la consumación a la función del Padre y del Verbo Hijo".
Se pone así de manifiesto que la recuperación de una simbología y unos caracteres femeninos a la hora de presentar la imagen del Dios Trinidad, un intento que resulta aceptable en la medida en que compensa o corrige una presentación unilateralmente masculina a la que se ha propendido y que ha tenido consecuencias, resulta problemático si se reduce a catecterizar con rasgos femeninos a una persona de la Trinidad, realizando algo así como una distribución de lo femenino y lo masculino entre las personas. Y ello porque supondría tan sólo un traslado acrítico de lo humano, y aun de ciertos estereotipos de lo femenino, al nivel trinitario, a una esfera en la que la distinciónde sexos no tiene ya relevancia ni significación. A un nivel en el que la propia noción de persona muestra también sus límites, puesto que, como advertían los antiguos teólogos, se trata de una región, la del misterio, donde se hace necesario aceptar lo desemejante de toda semejanza.
Algo similar ocurre con la propuesta de privilegiar una imagen femenina de Dios tal como ha venido formulándose por parte de algunas tendencias feministas que han intentado despatriarcalizar la imagen tradicional. También esa imagen, como todo símbolo, ha de resistir las implacables exigencias de la analogía y aceptar su relatividad al referirse a Dios, que está más allá de la masculinidad y de la feminidad.
Ahora bien, afirmado lo anterior respecto de la desproporción de todo intento, hay que reconocer que la cautela que la teología muestra en la utilización de los símbolos no invalida que, si hombres y mujeres son imagen de Dios, cualquier hablar sobre Dios necesitará poner en juego términos y símbolos tanto masculinos como femeninos en un intento de mostrar mejor lo que late tras el Nombre. Un Nombre que los lectores de la Biblia hebrea, y los oyentes de la Palabra, reconocen que no puede ser adecuadamente pronunciado pero que tampoco ha de ser borrado, puesto que el Dios escondido es también el Dios que quiere revelarse.
En nuestros días advertimos el avance de esta exigencia que llega desde mujeres y hombres creyentes y afecta al trabajo teológico. Se trata de reconsiderar lo que una mayor acogida de lo femenino —sin exclusividad— en la simbólica y en el lenguaje sobre Dios puede suponer en favor de una imagen menos inadecuada, menos desemejante, de aquel ante quien, en último término, "no hay hombre ni mujer" (Cf. Gál 3, 27-28) y a imagen de quien "todos(todas) somos tranformados de gloria en gloria" (Cf. 2 Cor 3, 18). Que llama también a la comunidad que formamos hombres y mujeres "a conformarse a la imagen" (Cf. Rom 8, 29).
(Felisa Elizondo
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