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sábado, 4 de octubre de 2014

CRÓNICAS DE FE

Entre las prácticas culturales desplegadas por los antiguos isleños, tal vez la religión es la que exige un tratamiento más prudente. No sólo porque disponemos de una información muy parcial, suministrada por los colonizadores europeos (sacerdotes, viajeros, soldados, etc.). También hay que considerar la influencia de la actividad evangelizadora, que antecedió incluso a las operaciones militares. Por tanto, el volumen de adherencias extrañas que pueden presentar los datos imprime una seria amenaza de distorsión.
     Como otras manifestaciones sociales (la moral o el arte, por ejemplo), el hecho religioso refleja determinadas circunstancias vitales de la comunidad. Simboliza necesidades, valores y relaciones, pero también contribuye a pautar una concreta organización de la sociedad. Podríamos decir que cristaliza y proyecta, en términos ideológicos, las condiciones de existencia natural y social del grupo. En consecuencia, cualquier actuación en ese ámbito adquiría una dimensión estratégica.
     Los silencios, las contradicciones e, inclusive, las interpretaciones torcidas que, por momentos, ocupan el relato europeo también informan acerca de aquella identidad. Pocas veces la investigación histórica dispone de testimonios enteramente fidedignos, por lo que debe mensurar la entidad de las pruebas. Esto no sólo afecta a la autenticidad de la fuente, sino a la capacidad de sus contenidos para dialogar con la realidad que se explora. En ese trayecto, entre el objeto real y el objeto de estudio, opera el método científico.
     Como ya señaló el Dr. Antonio Tejera Gaspar (1988), para la definición de aquel imaginario mágico-religioso es preciso escrutar tres planos estrechamente unidos. De una parte, el mundo cognitivo, armado sobre la experiencia y el lenguaje. De otro lado, la configuración insular de la sociedad y su cultura. Pero, además, sin olvidar el substrato paleoamazighe que conecta las formaciones isleñas con los pueblos prerromanos del África septentrional.
     En esa tarea y con estas premisas, los estudios etnolingüísticos aportan algo más que un límite contextual al discurso elaborado por los cronistas. Las palabras nutren la consciencia, denotan y, a su vez, socializan una determinada relación de los seres humanos con su entorno. A través de ellas tejemos nuestro conocimiento, social e históricamente concreto, del mundo real y del que crea la cultura.
     Los antiguos isleños, como otros pueblos amazighes y camitas, concebían una divinidad creadora difundida en la naturaleza. Tanto la sacralización del 'firmamento' (Aqqoran), la 'lluvia' (Ashuhukanak) o los 'relámpagos' (Ashshaman) como la de algunos animales (Hukhanshash) o roques (Idaf), muestran sólo manifestaciones y atributos de una causa o ser supremo (Wayyagheragh, Ashuwayyu, etc.) que integra y sostiene esa realidad. O tal es, cuanto menos, la versión que postulan las clases dominantes. Al decir del historiador portugués Gomes Eanes da Zurara (1451), «estos nobles saben su creencia, de lo cual los otros no saben nada, sino dicen que creen en aquello que creen sus nobles».
[Publicado en el periódico La Gaceta de Canarias, 28 de octubre de 2001].

     Un recurso frecuente en la implantación de las ideologías religiosas ha sido la absorción de cultos nativos. Los griegos, por ejemplo, dedicaron al dios Pan, protector de los rebaños y pastores, la antigua celebración del solsticio de invierno. Posteriormente, el cristianismo instaló la Navidad de su dios en el natalicio de esa divinidad helena. Como también domicilió la tumba del apóstol Santiago sobre el finis terrae clásico, impregnando de intereses evangélicos, mercantiles y políticos la inmemorial peregrinación hacia el límite occidental del mundo conocido, la última frontera que guardaba los arcanos del misterioso declive solar.
     Las misiones cristianas en Canarias, cuya actividad allanó considerablemente el proceso de conquista y colonización de las Islas, aplicaron un procedimiento similar.
Las creencias isleñas no oponían conceptos o devociones indigeribles. El fundamento astral y naturalista de su religión, que aparecía gobernada por una potencia creadora, ofrecía incluso elementos suficientes para inducir un sincretismo nada traumático.
     La estrategia desplegada por los frailes minoritas en el Archipiélago tomó esa dirección. La institución de cultos marianos asociados al pino, en Teror (Terûghe, 'La Dorada o Rojiza'), o a la estrella Canopo, en Candelaria, tal y como revelan los estudios del Dr. José Barrios García (1997), proporcionan ejemplos muy concretos. De esta manera, a través de la apropiación de las principales referencias que componían la cosmogonía isleña, preparan la asimilación del modelo social y cultural vinculado a la colonización.
     Pero la parcialidad de las fuentes etnohistóricas condiciona cualquier análisis de la religión insular, distorsionada además por el largo período de convivencia con las costumbres y el ideario europeo. Un problema que la comparación con las sociedades amazighes continentales tampoco termina de salvar, debido a la escasa información disponible en torno a los cultos preislámicos practicados por estas comunidades. En consecuencia, no resulta fácil discriminar con exactitud los ingredientes que identificaron el acervo isleño.
     En Tenerife, esa dilución religiosa tuvo en la adoración a la Virgen de Candelaria su factor más dinámico. Aparte del esmerado simbolismo que se imprime a la imagen, los escenarios y las circunstancias que rodean su introducción también fueron elegidos con cuidado.
     El hallazgo se produce en la comarca de Güímar (Wemmar, 'El Paso'), una de las nueve demarcaciones que conformaban el mapa político de la isla. Aunque, en realidad, esa fragmentación se vertebra en torno a dos grandes coaliciones, que parecen definidas por su ascendencia tribal o dialectal. Frente a la hegemonía de la potente liga del Norte, que dirige el bando de Taoro (Ddaw-aru, 'Vega'), Güímar reúne a las entidades del Sur (con la tardía inclusión de Anaga). Estos bandos sureños, donde habían centrado su actividad las misiones franciscanas, terminarán por establecer tratados de paz con los conquistadores.
     Según el informe que recoge el dominico alcalaíno Alonso de Espinosa (1594), unos pastores encuentran la figura, «en pie sobre una peña», cuando conducían su ganado por cierta playa. Más tarde, el poeta Antonio de Viana (1604) se refiere a ese lugar como Chimisay (Tymsay, 'súplicas'), pronunciado con la típica realización paladial que adopta a menudo la consonante dental (t = ch) en Tenerife. Un topónimo cuyo análisis lingüístico indica que pudo tratarse de un 'rogatorio', aunque es posible que recibiera el nombre tras estos acontecimientos.
     Tenida por «alguna cosa sobrenatural», los isleños trasladaron la figura a la cueva de Chinguaro (Ti-n-gwar, '(lugar) de residencia o reunión'), en «las moradas» del mencey (menzy, 'principal'). Inmediatamente, éste cursó aviso al resto de los jefes insulares y, en particular, al poderoso señor de Taoro, al que propone compartir por semestres la posesión de la imagen.
     La vela que porta la efigie y su descripción como una «estrella celestial» hacían de Candelaria el nombre más adecuado, especialmente para representar a la «Madre del Sol» o la «madre del sustentador del mundo». En concreto, las expresiones insulares utilizadas fueron: «Chaxiraxi» (Taghiragh, 'la que carga el firmamento') y «achmayex, guayaxerax, achoron, achaman» (at may-s wayya-aghir-agh, Aqqoran, Ashshaman, 'he aquí la madre del espíritu que sostiene el mundo, el Celestial, el Rayo').
     Esa fórmula nominal, «Chaxiraxi», no apunta una mera traducción de la idea cristiana. 'La que carga el firmamento' describe exactamente el valor que la tradición norteafricana, no sólo amazighe sino también camita, asigna a «la estrella del Sur», Canopo. Según la cosmogonía de estos pueblos, el universo habría nacido de la explosión de ese astro, adoptado como una de las principales referencias de su organización calendárica.
     Atestigua esta relación la coincidencia de la festividad mariana con el orto helíaco de Canopo, asociado en la isla a las celebraciones por la luna de agosto o «beñesmer» (wennasmer, 'el (tiempo) que termina, consume o evapora'). Una identificación que, como sugiere el Dr. Barrios, se refuerza ante el vínculo de las fiestas de febrero con el orto acrónico de la estrella. Dos fechas que permitían establecer una perfecta división semestral del calendario, aquella que el mencey de Güímar había ofrecido al de Taoro para disponer de aquel símbolo celeste.
[Publicado en el periódico La Gaceta de Canarias, 3 de junio de 2001].

     Gran parte del conocimiento disponible acerca de la cultura amazighe del Archipiélago depende de la antigua documentación europea. Su testimonio ilumina espacios desconocidos o complementa las propiedades y el valor de otros vestigios, tanto materiales como lingüísticos o sociales en general.
     El sesgo ideológico que impregna esas fuentes etnohistóricas se acentúa cuando siquiera rozan aspectos religiosos. No se trata solamente de contaminaciones descriptivas. Las crónicas coloniales intentan comprender una realidad distinta y compleja, para lo que buscan acomodo a las manifestaciones nativas en la cosmovisión cristiana. Pero, además, sus categorías de análisis tienden a probar la conveniencia de la evangelización y a justificar la esclavitud de las poblaciones paganas. Un vínculo muy sólido amalgama las ideas y el negocio, debidamente custodiado por la razón política.
     El análisis del léxico insular que vierten las fuentes europeas penetra en esa composición, ayudando a fijar tanto las referencias físicas o materiales como las representaciones abstractas. Veamos algunos ejemplos concretos, ligados a la caracterización de las fuerzas del mal o espíritus malignos.
     El caso más conocido tiene que ver con el volcán Teide, alguna vez designado también Taraire. Según los informes, los isleños ubicaban allí el 'infierno', denominado Echeide, residencia del 'demonio' Guayota. La evidente asimilación cristiana de los conceptos, ventilada además con algún defecto de pronunciación, no facilita una compresión cabal de las ideas originales. Pero la etimología de las voces proporciona ciertos antecedentes de interés.
     En primer lugar, conviene aclarar que Teide y Echeide, pese a su parecido fonético, dibujan nociones diferentes. Tal y como observó el Sr. Antonio Cubillo Ferreira (1983), la voz Echeide deriva del verbo eshshed, 'ser maligno', con realización enfática de la consonante dental en el dialecto tahaggart del Sahara argelino. En cambio, Teide procede de te-ydi-t, 'perra', un simple substantivo femenino que con frecuencia toma, como aquí, valor peyorativo. En esta idea insiste el otro nombre del volcán, Taraire (< tarayr), de nuevo un substantivo femenino referido esta vez a la 'ogresa', monstruo imaginario que menudea en los cuentos amazighes.
     A partir de estos datos, sólo se puede coincidir con la opinión manifestada por el Dr. Juan Bethencourt Alfonso (1880), en el sentido de considerar el Teide como una puerta o acceso, tal vez el principal pero no el único, que conectaba con el mundo subterráneo donde habitaban las fuerzas maléficas. Unas entidades perversas que aprovechaban las oquedades del terreno (grietas, grutas, etc.), tenidas por enlaces naturales entre ambos niveles, para llegar hasta la superficie y perjudicar a los seres humanos. Es el caso de Guayota (< wa-yewta, 'el destructor'), en clara alusión a la actividad volcánica del lugar.
    
Ogros y visiones malignas, por lo común asociadas a perros u otros animales asilvestrados, alentaron también en el resto de las islas. En La Gomera o en La Palma, por ejemplo, se creía en los yrguanes o yruene, los populares iregwan o 'espíritus maléficos' que todavía recuerdan los cuentos amazighes. En Gran Canaria, por el contrario, se concibió una creación insular. Sus 'apariciones malignas' recibieron el título de tibicenas (< te-bishshen-ah, 'malvadas, peligrosas'), un adjetivo femenino cuya etimología remite al color 'negro'. La relación no es insólita, pues abundan en las hablas continentales los nombres de objetos y situaciones nocivas derivados de este color, aunque el temor a su influjo deforme a veces la dicción.
Dr. Ignacio Reyes Garía
[Publicado en el periódico El Día, 27 de junio de 2001].


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